CAPITALISTAS, SALITRE Y GUERRA DEL PACÍFICO: ALGUNOS RENGLONES QUE SE SALTA EL SESGADO PLUMÓN DESTACADOR
Días de la ocupación de Antofagasta e inicios de la Guerra del Pacífico.
Nota: artículo redactado y publicado por mí en 2015. Trasladado hasta acá en 2022.
Recientemente,
el portal noticioso "El Mostrador" ha publicado un sorprendente
artículo titulado "El rol clave de los Edwards en la Guerra del Pacífico
y el conflicto que arrastran Chile y Bolivia" (Macarena Segovia, 28 de
septiembre de 2015. Seguir este link
para verlo). Lo he leído varias veces, intentando comprender qué clase
de inspiración íntima ronda en el contenido del mismo texto y cómo
ordenar la cantidad de respuestas que merece el mismo.
El artículo de marras, que curiosamente acoge -y diría que casi rumia-
algunas de las afirmaciones propias de los grupos más revanchistas y
furibundos del nacionalismo reivindicacionista boliviano, está basado a
su vez en una parte del trabajo titulado "Una biografía desclasificada
del dueño de El Mercurio: Agustín Edwards Eastman", de Víctor Herrero,
donde parece que se ha creído encontrar una revelación brillante sobre
las causas de la Guerra del Pacífico, la participación de la Compañía de
Salitres y Ferrocarril de Antofagasta en su estallido y particularmente
de los patriarcas de la familia Edwards en las razones de fondo del
conflicto, aunque queda la sensación de que sólo se terminan demostrando
los infaltables intereses capitalistas que rondan ésta y todas las
grandes guerras, haciéndolos extensivos y resaltados para el caso de los
fundadores de "El Mercurio" por su posición en el directorio de la
Compañía.
Admito
que me resultaría difícil leer el libro de Herrero, y lo más probable
es que no lo haga, pues a diferencia de los muchos escritores,
intelectuales o difusores de la generación post-dictadura, no siento
deleites ni experimento sabrosuras al poner excesos de atención en gente
que considero despreciable en muchos aspectos, como es el caso del
personaje allí investigado.
Sin
embargo, y dejando en claro que no soy experto más que en mi propia
semblanza, mi antigua relación con la investigación sobre temas
diplomáticos de la Guerra del Pacífico, como divulgador de este
conflicto en varias instituciones del pasado y colaborador de la
Fundación Museo del Pacífico "Domingo de Toro Herrera", me provoca el
hacer algunas precisiones y observaciones críticas sobre lo expuesto en
la nota aludida de "El Mostrador", independientemente de que se base un
fragmento del libro señalado, mismo que me resultará ajeno e innecesario
a este análisis.
La
idea de promover una visión de aires revisionistas sobre el estallido
de la Guerra del Pacífico en Chile y acentuando la participación de la
explotación capitalista no es nueva, por supuesto. Si bien surgió por
autodefensa en el relato de historiadores de los dos países aliados en
tal conflicto, mutando a la versión del complot chileno-británico
y otras exageraciones de cierto credo popular, en nuestro país aparece
acogida con versiones como la del estudio publicado en el folleto
Contribuciones Programa FLACSO, Santiago de Chile, Nº 24, abril de 1984,
por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, titulado "Los
Empresarios, la Política y la Guerra del Pacífico" (de don Luis Ortega).
Empero,
la acusación ha ido variando desde la tibieza y el uso insistente del
potencial sobre lo que "podría" haber sucedido en realidad, hasta una
convicción temeraria, majadera y absoluta sobre este punto, reafirmada
por la misma repetición constante. Así, por ejemplo, interpretaciones
marxistas de la historia enfatizando los procesos económicos y
comerciales asociados al conflicto, también han ido creando imaginarios
sobre las causas y desarrollo del mismo, pero pecando con frecuencia de
no considerar la amplia documentación relativa más bien a la historia
diplomática y la política interna en los países comprometidos por la
guerra, que aporta bastante luz a la comprensión amplia de ella, por
encima de las conclusiones en base a zooms sobre eslabones particulares.
El
entreguismo más ideologizado de Chile y solidario con el reclamo
boliviano, en general echa mano al estímulo de las culpas y las deudas
históricas, en especial cada vez que pueda arder alguna brasa de
patriotismo o impulso de la nacionalidad en el relato histórico o bien
en la contingencia, como sucede ahora. Por eso, pues, conmoverse con las
versiones de los ex países aliados y promover sentimientos culposos es
algo que se irá repitiendo en estos días de campañas tituladas "mar para Bolivia"... O "mar para Evo Morales",
más bien dicho, ya que hay un alto voltaje político e ideológico
enchufado a la aparente solidaridad entreguista, americanista y
bolivariana de estos días.
Incluso
hay medios de comunicación reconociblemente comprometidos con esta
inclinación, también respondiendo a manifiestos de sectas y dogmas
fundamentales del "cómo opinar" correctamente sobre el asunto de moda,
dado el contexto de la demanda de Bolivia contra Chile en la Corte
Internacional de La Haya, entre otros.
El
artículo que nos interesa, entonces, dice hacia el principio de su
exposición y anticipándonos algo de lo que encontraremos al avanzar por
sus líneas:
(Bolivia) perdió
el territorio en dicha cruzada, la que es conocida como 'Guerra del
Guano y el Salitre', ya que se inicia luego de que Bolivia decidiera
implementar un impuesto a la extracción de salitre en sus tierras, por
parte de empresas extranjeras, una de las cuales era la Compañía de
Salitres y Ferrocarril de Antofagasta, de la que la familia de Agustín
Edwards era dueña de más del 40%.
Bueno... Vamos viendo.
Demás
está decir que la Guerra del 79 o Guerra del Pacífico fue denominada
como tal por los veedores extranjeros que se hallaban destacados en esta
parte del mundo durante la conflagración, para partir con una
aclaración. Irónicamente, fue un miembro de la dinastía Edwards quien
ayudó a propagar la imprecisa creencia de que los chilenos nos habríamos
empeñado en hacer hipérbole de este hecho histórico colocándole el
apellido "del Pacífico": el cronista don Joaquín Edwards Bello.
Por
otro lado, las guaneras eran un negocio que ya estaba en retirada al
momento de estallar la guerra, y de ahí el interés de Perú en mantener
el estanco del guano y del salitre, pues ambos productos eran
competidores en el mercado de los fertilizantes. Quería salvar el
negocio de las covaderas, en otras palabras. Además, el área en disputa
entre Chile y Bolivia no era sólo de guanos y nitratos, como se cree con
frecuencia: también estaban minerales de plata como el de Caracoles
(que por escasa distancia quedó justo dentro del territorio comprometido
en el condominio del Tratado de 1866), y otros valiosos yacimientos de
cobre que se hallan en los orígenes y antecedentes de nuestra gran
industria cuprífera.
Tratar de ningunear el alcance de la Guerra del Pacífico tildándola de "Guerra del Guano y el Salitre", entonces, es como proponer que la Guerra de Islas Falkland o Malvinas debiese ser apodada, por ejemplo, "La Guerra de la Chatarra"
por el tipo de operaciones comerciales que desencadenaron los
incidentes de aquel conflicto (basura ferretera de ex plantas
balleneras); o bien llamar a la Guerra del Acre como la "Guerra de la Goma" por ser el producto cauchero la razón germinal de las disputas en ese territorio selvático.
Entonces, la cuestión nominal de reducirla a una "Guerra del Guano y el Salitre" (nombre
acuñado por historiadores revanchistas peruanos y sus simpatizantes,
como el venezolano Jacinto López) casi es sólo una pequeña e infantil
catarsis de quien se incomoda con los contenidos que involucra este
conflicto en el currículo de la historia de Chile... Un eufemismo
amortiguador, con cierto parecido al caso de usar esa suerte de
perífrasis de "pronunciamiento militar" cuando (no) se quiere decir "golpe militar" o, en la contraparte doctrinaria, estirar la definición "subversivos" para vestir con ella también a lo que técnicamente serían "terroristas" hablando
sin rodeos, aunque en este caso su objetivo es anatemático y, cuando
no, denostativo, procurando un efecto casi purgante en la conciencia
entreguista cuando le toca hacer referencia a él. Digamos que sería un laxante retórico, acaso.
Volviendo a nuestra Guerra del Pacífico, cabe añadir que ésta no se inicia después de que el vecino país "decidiera implementar un impuesto a la extracción de salitre en sus tierras",
como señalada el artículo haciendo eco de un extendido error o argucia,
sino con un hecho culminante y muy concreto: cuando Bolivia, valiéndose
de ese impuesto y violando con inusitado desparpajo diplomático un
tratado que el texto no menciona (Tratado de 1874), toma la decisión de
expulsar a los capitales chilenos de Antofagasta, poblada por
trabajadores de esta nacionalidad en una fracción cercana al 80 ó 90%.
Es el mismo y exacto día en que debía ejecutarse la orden de subasta y
desmantelamiento, cuando llega la Armada de Chile a ocupar la ciudad sin
disparar un solo tiro: 14 de febrero de 1879, no antes, no después.
A pesar de ser el Tratado de 1874 el mismo instrumento por el cual Bolivia tenía aquellos territorios bajo su jurisdicción o "sus tierras",
el país altiplánico no tuvo empachos en desconocer una de sus
restricciones fundamentales. Acto seguido, al no recibir el pago de
impuestos que exigía, llamó a remate de las instalaciones de la Compañía
de Antofagasta.
Y
no sólo eso: al declarar el advenimiento de una guerra el 1° de marzo
siguiente tras el desembarco chileno, el dictador Hilarión Daza ordenó
que los ciudadanos de esta nacionalidad que se hallaban en Bolivia
fuesen "obligados a desocuparlo en el término de diez días, contados
desde la notificación que se les hiciere por la autoridad política
local, pudiendo llevar consigo sus papeles privados, su equipaje y
artículos de mensaje particular", plazo ridículamente breve para aquellos años y más encima con la instrucción de proceder "al embargo bélico de las propiedades muebles e inmuebles pertenecientes a súbditos chilenos"...
También estaría por demás recordar que ni peruanos ni bolivianos fueron
expulsados o maltratados en Chile durante todo este período de guerra,
como lo testimonian explícitamente testigos y veedores internacionales,
como el representante alemán Von Gülich o el sacerdote italiano Benedicto Spila.
La
razón por la que el mencionado tratado le impedía a Bolivia alzar
impuestos, siendo la misma por la que la Compañía se negó pagar
semejante abuso -dando el supuesto "pretexto" de Chile para provocar una
guerra en el discurso de los ex aliados-, se debe a que el salitre
antofagastino explotado por capitales chilenos era de mucha menor ley
que el competidor peruano, debiendo ser sometido a trabajos de refinado
que lo encarecían. El impuesto, que en principio suena bajo, lo ponía en
tremenda desventaja frente al competidor.
Por
supuesto, los simpatizantes con la idea de criminalizar a la Compañía
de Antofagasta jamás abordan el anterior punto, haciendo parecer el
impuesto boliviano como algo exiguo y justificado por su pequeñez, pero
que dio a Chile la oportunidad de pegar la mordida.
Los
hostigamientos bolivianos contra los capitales chilenos venían desde
mucho antes, sin embargo. De ahí que los Edwards, o más bien dicho todo
el grupo empresarial comprometido, en un acto de mero interés por salvar
su pellejo y sin colores patriotas, habían enviado a La Paz a sus
representantes, pidiendo consideraciones para la Compañía ante la
creciente hostilidad de la autoridad altiplánica. Obviamente, además,
debía ir un Edwards a la cabeza de este intento de autosalvataje, pues
participaban ampliamente de la sociedad accionaria y del directorio.
El
resultado de aquella gestión particular había sido un Convenio logrado
por la Compañía con el fisco boliviano, en noviembre de 1873, y que,
como dice el artículo de "El Mostrador", finalmente no fue aprobado en
la Asamblea de Bolivia... Pero, como era de esperar, no explica el mismo
texto dos hechos cruciales sobre este acuerdo: primero, que a pesar de
no ser aprobado, el Convenio sí entró en aplicación e incluso Daza
ofreció a Chile renunciar a él con la guerra ya casi encima, como
veremos más abajo; y segundo, que su aprobación en la Asamblea se hizo
innecesaria tras aparecer un instrumento mayor, como es el Tratado de
1874, que daba las mismas garantías a la Compañía al restringir las
alzas de impuesto.
Dada
la informalidad con que se tomaban algunas materias de estado y derecho
en Bolivia durante aquellos años, no es para nada de extrañar la
descrita situación.
En
el interés comercial de los capitalistas del salitre, entonces, es un
acto totalmente comprensible y esperable que ellos hayan visto en esos
días la sombra de la amenaza diplomática en el clima avinagrado de las
relaciones entre Chile y Bolivia, que logró un pequeño respiro con el
Tratado de 1874 antes del inevitable final. Empero, el artículo de "El
Mostrador" parece estar decidido a no mencionar que el inminente quiebre
que se aproximaba entre Chile y Bolivia fue postergado ese mismo año
gracias al tratado misterioso y etéreo al que ni siquiera se anima a
aludir... ¿Por qué tanta evasiva, entonces? Pues porque éste es el
tratado que le prohibía categóricamente a Bolivia alzar impuestos a la
Compañía, y no sólo el Convenio del año anterior.
Fue
dicho instrumento, nuevamente, aquel por el cual sus inversionistas
(incluidos los Edwards) pudieron soltar el aire y respirar tranquilos
durante un tiempo más; y fue por dicho instrumento, además, que Bolivia
pudo conservar en su jurisdicción los territorios antes sometidos a
régimen de condominio y repartición por el previo Tratado de 1866,
mecanismo que resultó en un fracaso y sólo ayudó a profundizar la
convicción altiplánica de tener derecho a costas propias en el
territorio chileno del Desierto de Atacama, además de abonar al
reconocimiento internacional de la misma que hoy pesa tanto sobre la
argumentación chilena. La condición era solamente no cargar tributos a
las personas, industrias y capitales chilenos durante 25 años,
exactamente lo que violó con el gravamen al salitre en Antofagasta.
No
cuesta mucho adivinar, de este modo, por qué el artículo de "El
Mostrador" no llega a tocar al Tratado de 1874 y resuelve la incomodidad
volviéndolo algo inexistente, quizá por deliberada omisión.
Sin
embargo, hay otro detalle que se pierde de vista en esta operación de
tender sombras: que el Convenio de 1873 entre la Compañía y el Gobierno
de Bolivia, tuvo un alcance que también los partidarios de la fábula del
complot difícilmente podrían describir y excusar, lo que explica su
paso raudo por el mismo, además... En efecto, mientras estuvo vigente
(es decir, sí entró en vigencia), el Convenio puso en alerta a los
intereses estanqueros peruanos y así las autoridades del segundo de los
países aliados en la guerra comenzaron a implementar formas de
adquisición de calicheras similares a las ejecutadas ya en El Toco
asignándole a empresarios como Meiggs dicha actividad de explotación,
pues el fisco peruano por sí sólo no era capaz de tomar las operaciones.
Esta es otra razón para sospechar seriamente, entonces, en que el
rompimiento de Bolivia con Chile -a través de la violación de los
acuerdos- no tuviera otro objetivo que el de sacar del mercado el
salitre chileno.
El
acto de ofrecimiento de uso y tránsito para los bolivianos de los
puertos del Sur de Perú como propuesta de Lima para la renovación del
Acuerdo de Aduana Común entre ambos países, precisamente como moneda de
pago en la Asamblea de Bolivia durante las discusiones para colocarle un
tributo a la Compañía en el verano de 1878, casi confirmará por sí solo
aquella sospecha, pocos años después.
De
esta manera, los informes que enviaban las legaciones extranjeras dan
cuenta de la actuación inusitadamente audaz y desafiante de Bolivia para
provocar una ruptura y sacar a la Compañía, lejos de suponer alguna
clase de intencionalidad chilena en empujar los hechos al punto más
grave e irreversible, como sostiene el discurso enfocado exclusivamente
en el actuar de los capitalistas. El 28 de enero de 1879, por ejemplo,
el representante británico Francis John Pakenham escribía desde Santiago
al Secretario de Relaciones del Gran Bretaña, el Marqués de Salisbury:
Surgió
a raíz de esto una correspondencia un tanto acalorada entre ambos
gobiernos, la cual fue conducida con mínima cortesía por parte de
Bolivia, que trató con muy poco respeto las representaciones del
encargado de negocios chileno, y, en respuesta a su petición de un breve
plazo para permitir la entrega de las explicaciones entre ambos
gobiernos, dispuso la aplicación inmediata del decreto de embargo, el
cual, en consecuencia, fue aplicado. Como Su Señoría podrá imaginarse,
esta conducta de parte de Bolivia ha producido gran indignación en
Chile, país que ha hecho grandes sacrificios motu propio para asegurar
la paz con su poco caballeroso vecino. Medidas precautorias han sido
entonces tomadas aquí, manifestadas en el despacho de hombres y armas a
los barcos chilenos de guerra o cerca de aguas bolivianas, lo que
involucra aún mayores gastos sobre una Caja Fiscal casi exhausta. Siento
tener que agregar que han llegado noticias de que el Perú ha ordenado a
sus acorazados, uno de los cuales es el 'Huáscar', que se dirijan a
aguas territoriales bolivianas. El objeto de esta demostración es aún
desconocido, pero es considerado aquí como muy poco amistoso hacia
Chile.
Lo
propio hace el representante de México en Chile, don Santiago Sierra,
quien informaba a su gobierno de los acontecimientos que sucedían en
Sudamérica por nota del 28 de febrero de 1879:
Como
el Encargado de Negocios de Chile manifestase entonces categóricamente
que su Gobierno consideraría esta medida como una ruptura definitiva del
Tratado, el de La Paz dispuso por último que se expropiase radicalmente
a la Compañía Salitrera, declarando nulo el contrato celebrado con
ella, y mandando proceder sin demora a la ejecución de este nuevo
decreto. No se comprende qué objeto se propuso el gobierno boliviano con
precipitar así los acontecimientos, pues apartándose de toda discusión
sobre el derecho que pudiere o no asistirle, la simple circunstancia de
que ponía a su poderoso adversario en condición ventajosa habría debido
persuadirle a obrar con mayor reflexión.
Dicho
lo anterior, se entiende el carácter de violación del tratado que
acarrearía la decisión de imponer un tributo a la producción del salitre
de Antofagasta, los famosos diez centavos por quintal, tomada por la
Asamblea de Bolivia y llevada a efectos por el gobierno en 1879,
desoyendo una chorrera de protestas, emplazamientos y llamados a
solicitar un arbitraje emitidas por Chile hasta el último día en que
estuvo en La Paz nuestro representante, don Pedro Nolasco Videla, antes
de tener que abandonar la legación y declarar roto el Tratado de 1874
por incumplimiento boliviano.
Para
no tropezar con sus propios zapatos sueltos mientras corre en tan
difícil terreno, entonces, el artículo de "El Mostrador" pregona esta
sencilla explicación sobre lo que sucedería, tratando de seguir
sosteniendo la leyenda negra del complot empresarial como causa central
de la guerra:
Luego,
en 1878, la Asamblea Constituyente boliviana aprobó sin problemas el
establecimiento de un impuesto de diez centavos al quintal de salitre
exportado, lo que desencadenó la ira de los empresarios chilenos, entre
ellos Edwards.
Es
decir, todos los engorros y sacrificios que llevaron desde el Tratado
de 1866 al de 1874 y su cláusula prohibiendo explícita e
inconfundiblemente el alza de tributos al salitre, se reduce ahora a la
mera "ira de los empresarios chilenos". Idea ya antes regurgitada
sobre la literatura histórica, por cierto, como es el caso del
historiador altiplánico Valentín Abecia Baldivieso, quien en "Las
Relaciones Internacionales en la Historia de Bolivia" señala la
existencia de algo que denomina como una "burguesía guerrista", acusándola de ser la causante de la Guerra del Pacífico... Perdón: la del Guano y el Salitre, para que entiendan todos.
Y
como si el análisis no fuera suficientemente fanático, parcial y
obcecado hasta este punto, en otra parte anota el artículo -comentando
el libro que sería base del mismo y al que no haremos más referencias-
que el primer gabinete de guerra chileno estaba compuesto de "accionistas minoritarios de la Compañía" como don Antonio Varas, Domingo Santa María y Jorge Huneeus...
Empero,
se escapa allí otro detalle incontestable, en este caso de carácter
numérico y vital para aclarar la ambigua indicación de ser "accionistas minoritarios":
que contando la participación de estos ministros nombrados, más las de
su colega Julio Zégers, y sumándola incluso a la que tuvieron otros
conocidos personajes públicos de época como Cornelio Saavedra, José
Francisco Vergara o Jorge Ross, las inversiones juntas no llegaban... ni
al 1% del total accionario de la Compañía (!).
En
otro aspecto, ingenuamente se podría esperar que el empresariado
salitrero y principal afectado por las medidas altiplánicas hubiese
guardado silencio ante tamaña agresión contraria a los acuerdos
diplomáticos, afectando sus propios bolsillos y más encima contando sus
intereses con el respaldo de un tratado internacional que,
supuestamente, garantizaba la congelación de los impuestos por 25 años a
cambio del reconocimiento de ese mismo territorio de Antofagasta como
soberanía boliviana, a condición resolutoria. Las presiones
empresariales de estos accionistas tenían un claro motivo de fondo: las
sospechas de que el Presidente Aníbal Pinto prefería sacrificar las
inversiones chilenas en Antofagasta, antes que iniciar un caro y duro
proceso de recuperar el territorio que Chile había considerado propio,
pero que fue siendo cedido por el Tratado de 1866 y luego el de 1874, a
cambio de compromisos que no se cumplieron por la parte más beneficiada.
Efectivamente,
y aunque se ha tratado de representar a Pinto como una especie de
timonel de la conspiración pro-guerra en el legendario de entreguistas y
el folklore de ex-aliados (hace pocos años, por ejemplo, un dirigente
estudiantil hizo un lacrimoso discurso en el Instituto Nacional,
acusándolo de lo mismo y manifestando su vergüenza de que fuese otro
institutano), el mandatario sostuvo una actitud totalmente pusilánime y
timorata durante la parte más caliente del conflicto, llegando a poner
en venta los buques de guerra (incluidos los dos blindados de la
escuadra) y permitir el paso de armas bolivianas por Valparaíso (1.500
rifles Remington destinadas a Cobija), cuando la guerra ya era inminente a ojos de los políticos y militares más preclaros.
No
es impreciso suponer que la cobardía e indecisión del Gobierno de Pinto
facilitó mucho la actitud triunfalista de Daza en Bolivia, durante
aquellos días.
Podemos
hilar más fino aún: lo que se le pidió al gobierno chileno por parte de
los capitalistas, no era otra cosa que imponer el derecho de los
tratados y exigir el respeto a la palabra jurada, a pesar de que el
texto de "El Mostrador", haciendo gala de un lenguaje tendencioso y
convenientemente podado, explica este hecho como una suerte de presión
ilegítima de los intereses empresariales sobre la Presidencia de la
República, haciéndole enviar casi por su voluntad el personal militar de
ocupación de Antofagasta en resguardo de esos capitales:
En
paralelo, el Gobierno chileno de Aníbal Pinto también desplegó sus
cartas. Los empresarios llevaban tiempo presionándolo para que
interviniera, aunque un conflicto fronterizo mantenía la atención de las
autoridades nacionales, pero la posibilidad de un remate de una empresa
chilena levantó las alarmas y el presidente envió al buque Blanco
Encalada a las costas de Caldera. Cuatro días después, este ancló en
Antofagasta.
Hay
bastante que decir al respecto, pues la afirmación revela el mal
respaldo en las creencias que son tomadas por ciertas en el artículo,
partiendo por advertir que los empresarios partidarios de la
intervención armada a la que Pinto le hacía el quite, eran sólo un ala
de los capitalistas que intentaban influir en La Moneda en esos días: el
otro grupo no menos poderoso e influyente, era el de los explotadores
no salitreros que estaban ajenos a los alcances del impuesto y que veían
una intervención armada de Chile en Antofagasta como la virtual ruina
de sus negocios, haciendo lo inverosímil para evitar la ruptura. La
comentada obsesión por hablar de la "Guerra del Guano y del Salitre",
muy probablemente también tenga por interés tapar bajo el manto de
fomento de culpas y estimulo de solidaridad por el victimismo de los ex
aliados, a la existencia de este otro grupo de presión en el estallido
del conflicto.
Entre
estas inversiones no salitreras estaba la Compañía Huanchaca
explotadora de plata, perteneciente Melchor Concha y Toro; la Compañía
Corocoro de cobre, perteneciente a Jerónimo Urmeneta, Juan Francisco
Rivas y Rafael Gana y Cruz; y la Compañía Oruro de plata, perteneciente a
Uldaricio Prado, Juan Francisco Rivas, Alejandro Vidal, Enrique Concha y
Toro y Gregorio Donosos Vergara.
El
caso más patético de los influyentes empresarios contrarios a la
guerra, fue quizá el del chileno residente por períodos en La Paz, don
Lorenzo Claro, dueño del Banco Hipotecario, primo cercano al Presidente
Pinto y amigo del dictador Daza, para quien llegó a oficiar como su
consejero en la crisis con Chile buscando proteger sus inversiones del
mercado financiero en el vecino país, recomendándole mantener el
impuesto y expropiar la Compañía de Antofagasta en base a que el
comentado Convenio de 1873 nunca fue aprobado por la Asamblea... Es
decir, exactamente lo que se intenta sostener como creativa
justificación para el actuar ilegal de Bolivia en el texto de "El
Mostrador", pasando por alto que la violación era al Tratado de 1874 y
no meramente al Convenio de 1873.
Así,
para salvar sus respectivos negocios, todos ellos, igual de
capitalistas que los empresarios salitreros, intentaron persuadir al
Presidente Pinto de no intervenir a favor de la Compañía de Antofagasta
ni romper con Bolivia, en algunos casos realizando sendos llamados desde
la propia presidencia de la Cámara de Diputados. Y tenían razón, de
alguna manera: ni bien se produjo la ocupación de Antofagasta, las
instalaciones de muchas de estas compañías fueron tomadas, destruidas y
desmanteladas por la autoridad de Bolivia.
Y
sólo para desplumar a este pollo ya muerto, en este mismo aspecto:
sumando todas las inversiones de los empresarios chilenos en Bolivia y
territorios disputados, justificadamente temerosos de una reacción
militar chilena, la cifra llega a un capital nominal de $16.131.875 de
la época, superando ampliamente a los $2.500.000 con los que se había
constituido la Compañía de Salitre y Ferrocarriles de Antofagasta en
1872. En otras palabras, el poder e influencia financiera del
capitalismo minero en el Norte de Chile estaba más interesado en
entregar el territorio cediendo a la voluntad de Bolivia, que el de
retenerlos y salvar la Compañía poniendo en peligro todas las demás
inversiones.
Continuando con esta diatriba sensacional de iluminismo, se nos recuerda en el artículo que un representante de la célebre Casa Gibbs (cuyo capital accionario en la Compañía no llegaba ni al 30%, por cierto, cabe aclarar desde ya), se comunicó con Londres "con el objetivo de dar a conocer la estrategia zanjada tras una reunión de accionistas",
según se anota para alimentar la interpretación conspiranoica a partir
del interés de la firma por provocar reacciones ante lo que sucedía en
Antofagasta y estimular una reacción patriota de la ciudadanía como un
preparativo para, a su vez, precipitar la guerra.
Se trata la anterior de una
afirmación que, por supuesto, los investigadores más serios de la
Guerra del Pacífico podrán notar se refiere ladinamente a los
preparativos propagandísticos tomados casi espontáneamente a partir del
período 1872-1876, por tratarse de uno de los más graves en toda la
gestación del conflicto, sólo resuelto momentáneamente con el Tratado de
1874. Parte de la prensa de la época refleja perfectamente la línea que
estaban tomando los acontecimientos y la insuflación esperable de los
ánimos.
Esta
teoría de Chile empujando una crisis ya en 1874 se cae sola, además, si
vemos que, a la sazón, la alianza secreta Perú-Bolivia estaba firmada y
juramentada desde el año anterior (6 de febrero de 1873), casi al mismo
tiempo de promulgarse el estanco del salitre por parte de Perú, por lo
que las suspicacias de una conspiración empresarial chilena no coinciden
del todo con el orden de los hechos relacionados; más bien, tienden a
hacer sospechar que el clima rancio que alcanzó la tensión
chileno-boliviana durante el gobierno de Agustín Morales en La Paz,
tenía que ver con preparativos de guerra de parte de los propio aliados,
llegando incluso a ser invitada la República Argentina a esta alianza
cuanto menos desde el año 1872, como está demostrado hasta la saciedad
por la intensa comunicación diplomática de las legaciones en esos años.
Y
más aún, hacia el mencionado año de 1874 en que se gesta la pretendida
conspiración de los capitalistas chilenos, la autoridad de Bolivia, víctima inocente
de la misma, había llegado a un acto inverosímil en su interés casi
febril de involucrar a Argentina en el cuadrillazo contra Chile: a
través del Ministro de Justicia del Altiplano Julio Méndez, el gobierno
de La Paz se había puesto en contacto con el ministro representante
platense en Perú, don José Evaristo Uriburu, presentándole una propuesta
estratégica en la que, a cambio de la entrada a la alianza y de
responder a una guerra con Chile, Bolivia le "concedía" a Argentina una
franja territorial desde el paralelo 24º al 27º, a intercambiar por una
fracción del Chaco entre los ríos Bermejo y Pilcomayo.
Tan
grosero y canallesco ofrecimiento, con el mismo estilo ruin de la
repartija de piratería consensuada que se tenía preparada contra el
Paraguay desde antes de iniciarse la Guerra de la Triple Alianza, volvió
a ser formulada secretamente por Bolivia y Perú el 26 de marzo de 1879,
a través del agente de Lima en Argentina, don Aníbal Víctor de la
Torre, intentando la adhesión de Buenos Aires con una oferta territorial
boliviana otra vez entre los paralelos 24º y 27°, hasta "sus verdaderos límites con Chile", asegurándole de paso al gobierno platense que Perú "vería con placer que la Argentina tomase asiento entre los Estados del Pacífico".
En
rigor, pues, lo que se indica como una mera campaña belicista que
intentaban despertar los accionistas de la Compañía no era más que una
necesaria y previsible toma de posición comunicacional, a favor de sus
intereses frente a un peligro muy real de guerra ya preexistente, que se
aproximaba involucrando directamente sus negocios en la industria de
los nitratos a pesar de la apatía del centralismo chileno con estos
temas.
A mayor abundamiento, era
algo parecido a lo que mineros, capataces y dirigentes sociales
chilenos venían haciendo desesperadamente desde su propio ámbito, a
partir de 1876 en el caso de la sociedad civil "La Patria" de los
trabajadores de Antofagasta, sin mayores efectos de divulgación por su
modesta y localista situación a pesar de contar al propio Cónsul Enrique
Villegas en su directorio. Las tropelías cometidas por un siniestro
juez boliviano del poblado de Caracoles contra los chilenos (sujeto que
tenía incluso antecedentes por delitos graves) ese mismo año, o el
asesinato en manos de la policía peruana del primer mártir del
periodismo chileno, Manuel Castro Ramos,
durante el año anterior y por denunciar a las autoridades de Iquique,
difícilmente podrían ser consideradas también como propaganda patriotera
o belicosa en un contexto eventualmente belicista. Por eso, los diarios
escogidos por los inversionistas para estas publicaciones en favor de
sus intereses fueron centrales, además, como "El Ferrocarril" y "Los
Tiempos".
Dicho
de otro modo, tanto trabajadores como inversionistas reclamaban con sus
campañas de medios una sola cosa, desde sus respectivos intereses y
malestares: exigir el imperio del derecho al que la autoridad boliviana
manifestaba escaso apego.
Ahora
bien, si los capitalistas chilenos estaban lejos de verse afectados por
el más profano y vulgar problema de las tropelías cometidas por
autoridades policiales y administrativas contra sus compatriotas
residentes y trabajadores de la región, ¿cuál pudo ser la razón de su
principales protestas y de sentirse atropellados en sus derechos? Pues,
por capitalistas, explotadores y abusadores que hayan sido estos
inversionistas y empresarios del salitre, su causa era justa y razonable
a la civilización, desde firmado el primera tratado limítrofe entre
ambas naciones: exigir el respeto irrestricto al derecho que estaba
siendo desconocido y violentado por la parte boliviana, especialmente al
no cumplir los términos estrictos de la repartición de riquezas en el
territorio del condominio fijado en el Tratado de 1866 entre los
paralelos 23° y 25°, y operar en el evidente interés de provocar el
desahucio de dicho tratado (cosa que lograron, al firmarse el Tratado de
1874).
Sobre
lo anterior, además de las constantes molestias que provocaban las
autoridades locales bolivianas hostigando al personal chileno que
operaba en Antofagasta, era claro que La Paz desde el principio no tenía
intenciones de cumplir la totalidad de las condiciones del condominio
fijado en 1866. Era justo el período en que se constituye la firma
Melbourne, Clark y Cía., fundada con la participación de Agustín Edwards
y Williams Gibbs en marzo de 1869, sobre la base de la Sociedad
Explotadora del Desierto de Atacama creada por José Santos Ossa y
Francisco Puelma, que sería la futura Compañía de Salitre y
Ferrocarriles de Antofagasta a partir de 1872.
El
gran problema era que la repartición seguía siendo postergada y
desconocida por Bolivia a pesar de las insistencias chilenas, hasta que,
hacia medidos de 1871, La Paz debió ceder a las presiones y se
comprometió por fin a depositar la suma correspondiente a la parte
chilena del dinero reunido por concepto de ganancias de las covaderas de
Mejillones, primero en el Banco Edwards y luego en el Banco Inglés. En
una demostración del abuso e injusticia cometido por la autoridad
boliviana, sin embargo, sólo depositó escuálidos $5.000, cuando la cifra
debía ser de alrededor de $100.000.
Sin
embargo, desoyendo las protestas de los empresarios chilenos y
desesperado por hacer que Bolivia por fin acatara la condición de las
reparticiones del Tratado de 1866, el gobierno instruyó su
representante don Santiago Lindsay, para aceptar aquel exiguo depósito.
Los esfuerzos del Canciller Adolfo Ibáñez a partir de marzo del año
siguiente por regular la repartición y parar estas injusticias, sólo
acabaron en nuevos roces diplomáticos con Bolivia, ya bastante
empeoradas con su negativa a acatar también la demarcación Pissis-Mujía
que se había ejecutado hacía poco tiempo.
Y
si eran los empresarios del salitre chileno los que supuestamente
prepararían el ambiente para la guerra en años posteriores, cabe
preguntarse también por qué el sagaz diplomático Rafael Bustillo,
representante de Bolivia en Santiago de Chile, dirigía una carta con la
siguiente frase al Presidente Morales, en mayo de 1872, revelando de qué
lado estaban en realidad los sentimientos más belicosos:
¿Con
qué objeto queremos fortificarnos con elementos marítimos y terrestres?
Eso quiere decir que debemos prepararnos para una guerra ¿Pero con
quién la tendríamos? He expresado repetidas veces a Vuestra Excelencia
que Chile quiere y ha querido arreglar sinceramente sus cuestiones con
Bolivia. Para ello se ha prestado, lo que parecía imposible, a la
revisión del tratado. Lo ha hecho, verdad es, mostrándose exigente y
altanero, pero de esto a declararnos la guerra hay un abismo.
No es de extrañar, pues, que en esos mismos momentos La Paz preparaba también la firma del tratado secreto con Perú.
Se
conoce, además, el contenido de una carta del ministro boliviano
Mariano Baptista, fechada en febrero del año 1874, donde hace esta
insólita declaración a otro representante diplomático de Bolivia,
explicándonos la razón más íntima de La Paz para provocar la revisión
del Tratado de 1866 y que había puesto en alertas las balizas de los
capitalistas chilenos en Antofagasta, por comprometer sus intereses (por
mezquinos y ambiciosos que sean, insistimos):
Le
llamo la atención sobre ese maldito uti possidetis deslizándose en las
soberanías nacionales. Le repito que, aceptándolo en su vaguedad, ni
Guayaquil pertenece al Ecuador, ni Montevideo es la capital de la Banda
Oriental. Llevémoslo allí donde debe estar, al Chaco y Atacama para
nosotros, a sus llanuras de oriente para ustedes, a los desiertos de
Patagonia para Chile.
Como se recordará, el Uti Possidetis Juris
de 1810 es el principio por el cual cada república estimaba como propio
o correspondiente el mismo territorio que poseían en el año de 1810,
como herencia de lo que era su jurisdicción en tiempos coloniales, por
lo que Baptista (sin quererlo, al parecer) está reconociendo en estas
líneas que su patria no tenía derechos territoriales bajo este concepto
en la costa atacameña, a pesar de la insistencia actual en que "Bolivia nació con mar", refiriéndose a su independencia, en 1825, e invitando así a forzar la soberanía más allá del referido principio.
Pero
acojamos la teoría propuesta por el artículo de "El Mostrador" y
tomemos estas intervenciones comunicacionales como parte de un auténtico
complot para "provocar" una guerra. Digamos que, efectivamente, los
capitalistas alentaron desde su iniciativa y sin razones reales un clima
de hostilidad a través de los medios, durante los cuatro años previos
al estallido de la guerra que tanto deseaban...
...Pues,
aún así, los promotores de sentimientos de culpa tienen enfrente un
gran problema que saltar: los aliados, Perú y Bolivia, venían haciendo
lo mismo desde 1865 cuanto menos, con titulares, líneas editoriales y
redacciones que incluso deslizaban algo de la idea, ya en 1872, de las
conveniencias de un acercamiento estratégico entre sí y con Argentina,
el que precisamente se intentó apuntando sus cañones a Chile. Y por la
existencia de este clima enrarecido de la diplomacia, además, ha sido
que algunos historiadores solidarios con el lamento de los ex aliados,
como Luis Vitale, aseguraron alguna vez que el pacto secreto entre ambos
países no era reservado, sino muy conocido y público, pues se hallaba
justificado en el clima belicoso existente y del que el principal
causante sería, a juicio suyo, Chile y sus capitalistas. Poco importan
estas contradicciones al discurso adaptativo y acomodaticio del
entreguismo y del reivindicacionismo, por supuesto.
Otra razón para, cuanto menos, dudar que la Casa Gibbs
fuera tan partidaria de una conspiración pro-guerra que intenta
fabricarse a partir de estas medidas tomadas ya casi encima de la
guerra, es que la misma firma había estado vendiendo guano peruano a
Inglaterra hasta 1861, manteniendo intereses en el estanco del salitre
que dirigía también el Estado de Perú para nacionalizar y controlar el
mercado de fertilizantes, buscando alcanzar con ello también los
territorios disputados por Bolivia y Chile.
Más
aún, la Gibbs obtuvo hacia 1876 una consignación exclusiva para ventas
del salitre que fuera elaborado en contrato entre dueños de calicheras
intervenidas por el estanco y un grupo bancario limeño fundado por el
propio Gobierno de Perú. La firma, entonces, tenía participación en la
Compañía de Salitres de Antofagasta pero sólo en su interés de controlar
los precios y el máximo posible de la producción, pues su aspiración
más íntima siempre fue terminar con la actividad de ésta y quedar así
sin grandes competidores en la industria, como lo demuestra mucho de su
actuar como miembro accionario de la sociedad. Cualquiera hubiese sido
el triunfador de la guerra, entonces, la Casa Gibbs habría cortado igual
suculentos frutos.
Y
así, pues, de tropiezo en tropiezo continúa la exposición en el
artículo, refiriéndose ahora a la ocupación chilena y la reincorporación
de Antofagasta:
De
esta forma, Agustín Edwards Ross salvó a su empresa de ser rematada y
fortaleció su poder económico y de manipulación política.
Resulta
ahora, pues, que toda la necesidad de impedir el remate de la Compañía
de Salitres de Antofagasta, el fin de la principal actividad calichera
chilena existente y la eventual expulsión de más de 6.000 ciudadanos
chilenos residentes los territorios directa o indirectamente
relacionados con el rubro minero, se reduce sólo a los intereses de la
familia Edwards, a "su" Compañía y al gobierno respondiendo a sus
caprichos. ¡Todo clarísimo!
Para
qué preguntar si quien redactó esta sentencia, sabe acaso que en la
víspera de la ocupación de Antofagasta de 1879, Daza hizo llegar una
nota al representante chileno donde manifestaba estar dispuesto a
suspender la exigencia del impuesto de los 10 centavos por quintal y
frenar el remate de los bienes de la Compañía, sólo si desahuciaba el
Convenio de 1873. En la práctica, ésta era la misma violación al
artículo del tratado que le impedía tales medidas.
No
hay mucho espacio a dudas, entonces, de que la obsesión de la autoridad
boliviana era contra la Compañía de Salitres y Ferrocarril de
Antofagasta, bajo la seguridad de contar con el involucramiento de Perú
por la vía del Pacto de Alianza que el representante altiplánico Serapio
Reyes Ortiz corrió a hacer valer y cobrar a Lima, ni bien se
desencadenaron los hechos de Antofagasta. Así es cómo, en una nota que
envía casi al mismo tiempo que su propuesta de renunciar al Convenio de
1873, Daza dice a uno de sus asesores que Reyes Ortiz "marcharía a
Lima dentro de dos días a ponerse de acuerdo con el gobierno del Perú, a
fin de que Chile, en caso de agresión, tenga a un enemigo a quien
respetar, y arríe banderas como lo ha hecho con Argentina".
Sabemos
de sobra que el papel no hace real lo que allí se halle escrito, pero
si se trata dar crédito a afirmaciones de acuerdo al valor revelador que
el lector crea involucrado, prefiero asumir como cierto el ataque de
honestidad que tuvo la Asamblea de Bolivia el 27 de septiembre de 1883,
ya en el final del conflicto, cuando el mismo ex canciller Mariano
Baptista presentó en el Senado de Bolivia un informe de la Comisión de
Relaciones Exteriores que abofeteó el orgullo de los que querían
regresar a los campos de batalla, liderados por el propio General
Narciso Campero en la Presidencia de la República, obligando a allanarse
a firmar la paz con Chile. En este extraordinario documento, hoy muy
desconocido, Baptista concluye lo siguiente, de acuerdo a las
conclusiones que hace del mismo el diplomático y escritor Conrado Ríos
Gallardo:
1º.-
Bolivia violó el artículo 4º al dictar el impuesto de 10 centavos y no
respetó el compromiso de no aplicarlo; 2º.- Bolivia invalidó una
transacción con la Compañía de Salitres de Antofagasta que era legal y
definitiva; 3º.- Bolivia rechazó el arbitraje en la forma propuesta por
Chile, y 4º.- Bolivia mantuvo una conducta destinada a provocar una
ruptura diplomática.
El
resto de las buenas o malas decisiones del fisco chileno que
permitieron a los empresarios -muchos más que sólo los Edwards- tomar el
control sobre la industria del nitrato, es historia bien conocida y
repetida en nuestro país, incluso ahora (y no sólo con conspiraciones de
guerras se logra), de modo que no aportan más que para seguir
demonizando por chorreo al clan de ancestros del fundador del "El
Mercurio" o la memoria de sus patriarcas, con las también buenas o las
malas razones que se tengan para observarlos desde un punto de vista de
desprecio contra uno de los personajes más controversiales y oscuros de
nuestra historia reciente.
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