Oficiales en la cubierta de la cañonera "Magallanes" tras haber llegado
a Antofagasta luego del combate de Chipana, en 1879, con al menos dos
quiltros acompañando fielmente a la tripulación y considerándoseles como
parte de la misma. En la escena aparece el propio Capitán de fragata
Juan José Latorre, el cuarto de los sentados en la base del cañón (de
derecha a izquierda).
Muchos hombres de armas han tenido pasiones perrunas. Esto es algo bien
conocido entre historiadores antiguos y biógrafos: desde el perro
macuchí, el Nevado, de don Simón Bolívar, amante de los canes
al punto de que su hacienda en Caracas fuera apodada "La Casa de
los Perros", hasta el bull terrier del General George Patton,
llamado Willie y retratado en varias fotografías junto al
veterano de la Segunda Guerra Mundial.
El impulso guerrero de algunos hombres que viven en los libros de la
historia militar, entonces, ha encontrado camaradería y sintonía con los
valores simbólicos del perro: lealtad, valor, compañerismo, abnegación,
coraje, etc. Ya en la Guerra por la Independencia de Perú y luego en la
Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana, se supo de perros
conocidos que acompañaban a marineros y tropas de tierra, a veces
llevados por los propios jefes militares. Otras epopeyas posteriores,
como la Conquista Antártica y la colonización de territorios extremos,
contaron con sus propios perros institucionales formando parte de las
expediciones.
Por esta razón, al estallar la Guerra en 1879 entre Chile y la Alianza
Perú-Boliviana, la perrofilia republicana chilena se encontraría
con otra dura puesta a prueba, aportando nuevos casos de ingente
significación cultural e histórica, con sus aspectos pintorescos pero
también sus alcances conmovedoramente dramáticos. El resultado fue tan
novelesco como traumático según el caso, confirmando esta relación de
las cualidades del perro con la voluntad guerrera, además de demostrar
cómo el rol de "milico" también está entre sus más demostrables
capacidades laborales de nuestros canes.

Un hombre de armas junto a un perro.
Incontables historias de perros corrieron paralelas o enredadas con las
crónicas de la propia guerra, por lo mismo.
Una curiosidad casi olvidada en nuestra época, por ejemplo, es que al
comenzar la Guerra del Pacífico, el navío monitor de guerra "Huáscar"
fue llamado por los soldados y corresponsales chilenos como "El
Mata-perros" mientras estuvo con bandera peruana, al mando del
Almirante Miguel Grau. La razón del extraño apodo se debe a que, durante
el primer bombardeo a Antofagasta sucedido el 26 de mayo de 1879,
hallándose el puerto ya ocupado y reincorporado a la República de Chile,
el monitor sólo consiguió dar muerte a un bravo perro ubicado por el
lado de la oficina salitrera, que tuvo el infortunio de haber quedado
amarrado con una cadena durante el ataque, según la información que da
Vicuña Mackenna en "El Álbum de la Gloria de Chile".
Quizás ese pobre perro antofagastino abandonado a su suerte en el
bombardeo, además, haya sido la primera de varias otras víctimas
perrunas inmoladas durante el período que duró el conflicto, hasta el
regreso de los chilenos desde Lima en 1884.
Pero la guerra dio oportunidad a varios otros canes para que forjaran
más historias inolvidables y también sublimaran sus tragedias. Las
cláusulas de lealtad en el "pacto" o contrato cultural entre hombres y
canes, fueron evaluadas como nunca antes por el correlato crudo y
realista de aquellos años, en la lid. Los soldados solían adoptar y
reclutar perros abandonados que encontraban en el camino de las campañas
de guerra, además, y varios de ellos participaron directamente de las
contiendas.
Se sabe, por ejemplo, de un can llamado Cayuza que peleó
heroicamente en Miraflores. Por el lado de Perú también hay leyendas y
casos notables, como el de un perrito blanco llamado Allca
(palabra quechua que se usa para definir a los perros) que rescató al
prófugo General Andrés Avelino Cáceres, guiándolo por los caminos dignos
de extravío por el infernal paisaje serrano.
Otros veteranos de cuatro patas fueron amparados en navíos de guerra. La
situación se confirma en una célebre fotografía de los oficiales en la
cubierta de la cañonera "Magallanes" tras haber llegado a Antofagasta
luego del combate de Chipana, en 1879, con al menos dos grandes quiltros
acompañando fielmente a la tripulación y considerándoseles como parte de
la misma, en una escena donde aparece el propio Capitán de Fragata Juan
José Latorre entre los sentados en la base del cañón.
Los perros de la guerra se observan en otros registros fotográficos del
conflicto, como los quiltros que aparecen acompañando a un pelotón de
Cazadores a Caballo después de la Batalla de Chorrillos en 1881.
Equivalían a algo así como mascotas colectivas de los batallones y
regimientos con los que marchaban, y de seguro aumentando su cantidad
conforme se avanzaba por los desiertos y teatros de operaciones bélicas.
No sabemos de cuántos quiltros recogidos en campañas fueron traídos de
vuelta por soldados de buen corazón que decidieron convertirse en sus
amos, ya terminados sus servicios.
En su trabajo "Impresiones y recuerdos sobre la Campaña al Perú y
Bolivia", José Clemente Larraín recuerda que a inicios de la ocupación
de Lima, al llegar la soldadesca chilena al Palacio de la Exposición
donde iban a establecerse, cerca de 700 perros vagos y andariegos venían
siguiendo a estos hombres por los caminos de la guerra, "de los mismos
que en aquellos días calamitosos habían emigrado del lado de sus amos
para alzarse y estar alimentándose de los miles de cadáveres", según
anota con acritud.
Sin saber qué hacer con semejante y descomunal jauría, entonces, se dio
la orden a los soldados de espantar y dispersar a los perros con
piedras, no bien terminaba la ejecución de la ocupación de la capital
peruana.
Muchos otros casos se dieron entre la épica y las tragedias de la
guerra, algunos bastante bien documentados por quienes fueron testigos.
Innumerables quiltros similares a los que hoy pasean por nuestras calles
y convierten sus aceras en campos minados de fecas contra el andar del
peatón, hicieron su parte de heroísmo con los rotos en el frente de
guerra… Y como ellos, recibieron también la misma retribución de
ingratitud y desdén, con el secular pago de Chile: mientras los
bípedos siguieron siendo aplastados por la miseria, las infaustas
masacres del salitre y otras tropelías, a los cuadrúpedos les continuó
cayendo sin piedad la mano dura de los exterminadores de canes vagos,
herederos de los ignominiosos mataperros de tiempos coloniales, y
siguieron perpetuándose en muchas condiciones de abandono y de desdicha
por las calles de las ciudades, mendigando comida o una manta vieja para
echarse a dormir.
Así pues, la historia siguió uniendo a rotos y quiltros, incluso en un
mismo y desgraciado destino.

Detalle de un grabado mostrando la entrada del Ejército de Chile a Lima,
el 17 de enero de 1881. Adelante de los hombres, va un alegre perro.
EL CASO DE LAUTARO, UN SOLDADO CON COLA:
Arturo Benavides, en sus muy leídas memorias de veterano tituladas “Seis
años de vacaciones”, cuenta algo sobre uno de estos canes curtidos en la
Guerra de 1879 y apadrinados por las tropas durante las campañas,
rescatando así la historia del que quizás sea el más famoso de todos los
que se recuerden en este contexto histórico: Lautaro, corpulento
quiltro al que describe como "un fornido y hermoso perro de gran
alzada" que acompañaba a las fuerzas chilenas del batallón homónimo
y que, en los preparativos de la batalla de Tacna, entretenía a la
soldadesca cazando zorros, como explica el autor:
La
persecución y caza seguímosla con viva ansiedad y el retorno de
"Lautaro" a las filas, momentos después, ostentando en el hocico el
cadáver del zorro, nos produjo gran júbilo, pues todos consideramos
que su victoria era augurio de la nuestra.
Benavides confirma también cómo los perros peleaban contra el enemigo
aliado a la par de los chilenos en las batallas, codo a codo, como si
tuvieran conciencia de que formaran parte de la tropa misma. Lautaro,
de hecho, combatió en la gran Batalla de Tacna, "en las primeras
filas y se pasaba de una a otra compañía como activo ayudante de campo",
según el veterano, aunque el can resultó herido durante la sangrienta
refriega.
Fue tan valerosa la actuación del perro en combate durante aquella
ocasión de enorme importancia bélica, que los miembros del “Lautaro”
acordaron ascenderlo simbólicamente de grado:
A
poco de llegar a Pachía los soldados acordaron ascender a "Lautaro" a
cabo, por su comportamiento en la batalla de Tacna, y un
día se le dio a reconocer y se le colocó la jineta en la pata
derecha delantera. Con ese motivo se pasó una hora de gran alegría.
El fenomenal perro solía patrullar los campamentos y también ayudó, en
otra ocasión, a capturar un soldado peruano que estaba escondido en una
acequia, bajo un sauce en el camino de Chorrillos, procurando no ser
advertido por los chilenos. Sin embargo, tras la ocupación de Lima,
Lautaro se extravió y reapareció muy lejos de allí, en el poblado de
Matucana, como a 80 kilómetros de la ciudad capital, donde lo divisó
Benavides y los demás hombres del batallón:
En ese pueblo se notó que "Lautaro" se había perdido. Algunos
aseguraban que al bajar del tren en Lima había salido a la carrera,
y uniéndose a otros de su especie se había alejado sin obedecer los
llamados que se le hacían.
Se le declaró desertor al frente del enemigo. A los tres o cuatro
días apareció flaco, sucio y con heridas de mordeduras sin
cicatrizar. Había recorrido 'a patas' el largo trayecto de Lima a
Matucana.
Como "castigo" por su desobediencia, y a pesar de las muestras
recíprocas de alegría con se produjo el reencuentro entre Lautaro
y los hombres de su batallón, los jefes decidieron seguir adelante con
una parodia de sumario por deserción y se hizo la representación de un
proceso marcial con presidente, vocales del consejo de guerra y
defensor. Este último dio un discurso tan elocuente y convincente en
aquella puesta en escena, zafándolo de la pena de muerte y excusándolo
con alusiones paliativas como la presión del largo tiempo encerrado en
los cuarteles y la tentación por las bellezas de Lima a modo de
atenuantes, que se convino en forma unánime en sólo degradarlo a cabo y
darle 25 azotes ante todo el batallón.
En la continuación de sus aventuras, el perro también socorrió
heroicamente a los que cayeron a un río atravesando el puente de cimbra
de Jauja, paso llamado Huaripampa, justo en momentos en que éste se
cortó. Luego, Lautaro fue usado como cartero, colocándosele un
tubo de lata atado al pescuezo dentro del cual se ponía la
correspondencia, cruzando con él terrenos escarpados y aguas de ríos
cuando era necesario. En otra de sus jornadas de vigilancia, además,
llegó corriendo de vuelta al campamento en Morococha, intentando hacer
que lo siguieran, por lo que se ordenó a dos hombres ir con él donde
quiera que deseara llevarlos, como detalla Benavides:
En esos momentos llegó "Lautaro" jadeante.
Corría de unos a otros, daba lastimeros aullidos y hacía
demostraciones para que lo siguieran.
Se ordenó a un sargento y a un soldado, a los que se proporcionó
caballos, que se dejaran conducir por "Lautaro". Este los llevó
hasta donde un soldado que había quedado rezagado, como a una legua
de donde estábamos.
La nieve iba tapándolo y estaba en un sitio donde los carabineros
que cerraban la retaguardia no habrían podido verlo.
Infelizmente, la tragedia con Lautaro acaeció en Puno, y por
ironía del destino no fue en combate o por manos adversarias, sino
asesinado a mansalva por uno de los uniformados del propio país para el
que luchaba.
Allá, en el campamento, el maravilloso perro cometió el error de soltar
esos instintos primitivos de su naturaleza, que ni toda su inteligencia
ni todas sus aptitudes podían disimular, y se trabó así en una pelea con
otro can que pertenecía a los hombres del "Coquimbo" y que, al parecer,
también había sido bautizado por esos soldados con el mismo nombre de su
insignia. Al ver a la mascota de su batallón perdiendo ante la ferocidad
de Lautaro, un oficial de guardia del "Coquimbo" se arrojó contra
el valeroso animal y lo atacó con su sable.
Herido de muerte, Lautaro fue a refugiarse a una de las tiendas
del Batallón "Lautaro", donde los soldados lo llevaron al cuartel,
sucumbiendo allí a pesar de los esfuerzos por salvarlo.
¿Cuántos chilenos sabrán, en nuestro tiempo, que dos batallones del
Ejército de Chile estuvieron a punto de agredirse y atacarse entre sí
por causa del incidente con este querido can, en plena Guerra del
Pacífico y en uno de los momentos más delicados para el desarrollo de la
misma?
En efecto, el caso de la muerte de Lautaro fue tomado con tal
gravedad que casi se produjo un enfrentamiento ente los hombres del
"Lautaro" y el "Coquimbo", cegados los primeros por el odio y el deseo
de venganza, debiendo correr los jefes militares a sofocar la peligrosa
escaramuza, como recuerda el testigo en sus memorias:
La indignación que produjo en mi cuerpo este acontecimiento fue tal
que los soldados y hasta algunas clases comenzaron a desafiar a
pelar a los del Coquimbo y hubo varias riñas por esta causa.
Los jefes pusieron a ellos término dando puerta franca en diferentes
días y horas; y, sobre todo, haciendo comprender a la tropa de lo
injusto y antipatriótico que era que era la enemistad entre ambos
cuerpos.
Tras la tensa y difícil situación, Lautaro fue despedido en una
triste ceremonia por sus compañeros humanos, y su cuerpo fue vaciado y
rellenado con paja para ser enviado a Chile.

Detalle de una imagen fotográfica en donde se ven soldados chilenos del
Regimiento Cazadores acompañados por algunos canes, hacia inicios de
1881.
OTRO HÉROE Y MÁRTIR DE GUERRA: COQUIMBO
Curiosamente, también está documentada una historia de otro perro de la
guerra: la de Coquimbo, con su propia tragedia además. Se la
halla registrada en el cuento "El perro del regimiento", de Daniel
Riquelme, quien había sido corresponsal de guerra del periódico "El
Heraldo" de Santiago. El texto apareció primero en su volumen
"Chascarrillos militares" de 1885 y, posteriormente, en su trabajo
intitulado "Bajo la tienda".
Correspondería a otro Coquimbo del batallón homónimo distinto del
que protagonizara la gresca que acabó costándole la vida a Lautaro,
de ser correctas y verídicas las indicaciones que da el periodista.
Parte diciendo el vívido relato del autor allí, sobre este caso que casi
se pierde en los gases etéreos de la historia, de no ser por su
intervención para recuperarlo:
Entre los actores de la batalla de Tacna y las víctimas lloradas de
la de Chorrillos, debe contarse, en justicia, al perro del Coquimbo.
Perro abandonado y callejero, recogido un día a lo largo de una
marcha por el piadoso embeleco de un soldado, en recuerdo, tal vez,
de algún otro que dejó en su hogar al partir a la guerra, que en
cada rancho hay un perro y cada roto cría al suyo entre sus hijos.
Imagen viva de tantos ausentes, muy pronto el aparecido se atrajo el
cariño de los soldados, y éstos, dándole el propio nombre de su
regimiento, lo llamaron Coquimbo, para que de ese modo fuera algo de
todos y de cada uno.
La presencia de Coquimbo en los campamentos fue cosa
controvertida al principio, pues las travesuras y molestias que
provocaba el inquieto perro llevaron a protestas de la tropa en su
contra y hasta un intento de lincharlo entre varios de los más hartados
con su presencia allí. Sin embargo, el can era sumamente astuto, como
suelen ser todos los perros de la guerra poniendo en examen diario su
instinto de supervivencia y sometidos a las presiones extremas de los
escenarios bélicos: cada vez que iba a desatarse un problema contra él,
contándose incluso de un consejo general de ofendidos, Coquimbo
desaparecía misteriosamente, para retornar después y cuando los ánimos
ya habían vuelto a la calma, seguramente contando con la complicidad de
los soldados que más lo querían y en los que siempre encontraba "el
seguro amparo que el nieto busca entre las faldas de su abuela", al
decir de Riquelme.
Construyendo así su propia leyenda militar, Coquimbo se lució en
la Batalla del Campo de la Alianza, el 26 de mayo de 1880, ganándose el
respeto y el aprecio general de los hombres de su regimiento, bajo
órdenes de su segundo comandante, el recién ascendido Sargento Mayor
Marcial Pinto Agüero, quien reemplazaba al General Alejandro Gorostiaga
luego de las heridas que éste recibiera poco antes.
Se recordará que Pinto había sido recibido con frialdad y desconfianza
por los hombres del Regimiento “Coquimbo” ya que para muchos de ellos
era un desconocido y no pertenecía a sus filas hasta tan recientemente,
cuando el Ministro Rafael Sotomayor lo designó en el cargo, en una
decisión que después se comprobaría muy acertada y feliz en esa misma
Batalla de Tacna, que culminó con una ovación general de los hombres a
sus competencias y valentías allí desplegadas.
Coquimbo, por su parte, que en la vida tanto suelen tocarse los
extremos, había atrapado del ancho mameluco de bayeta (y así lo
retuvo hasta que llegaron los nuestros), a uno de los enemigos que
huía al reflejo de las bayonetas chilenas, caladas al toque pavoroso
de degüello.
Y esta hazaña que Coquimbo realizó de su cuenta y riesgo, concluyó
de confirmarlo el niño mimado del regimiento.
Su humilde personalidad vino a ser, en cierto modo, el símbolo vivo
y querido de la personalidad de todos; de algo material del
regimiento, así como la bandera lo es de ese ideal de honor y de
deber, que los soldados encarnan en sus frágiles pliegues.
Él, por su lado, pagaba a cada uno su deuda de gratitud con un amor
sin preferencia, eternamente alegre y sumiso como cariño de perro.
Comía en todos los platos; diferenciaba el uniforme y, según los
rotos, hasta sabía distinguir los grados. Por un instinto de egoísmo
digno de los humanos, no toleraba dentro del cuartel la presencia de
ningún otro perro que pudiera, con el tiempo, arrebatarle el aprecio
que se había conquistado con una acción que acaso él mismo
calificaba de distinguida.
Pasaron los meses y ya se marchaba por los senderos tortuosos de la
sacrificada y desgastante Campaña de Lima, que iba a culminar con la
ocupación de la ciudad y el izamiento de la bandera chilena sobre el
Palacio de Gobierno. El "Coquimbo", que acababa de ser convertido en
regimiento por decreto del 31 de agosto de 1880, iba a tener enorme
importancia y participación en estas batallas.
Y allí iban los hombres del orgulloso y noble cuerpo de los coquimbanos,
acompañados de su querida mascota:
Coquimbo, naturalmente, era de la gran partida. Los soldados, muy
de mañana, le hicieron su tocado de batalla.
Pero el perro, cosa extraña para todos, no dio al ver los aprestos
que tanto conocía, las muestras de contento que manifestaba cada vez
que el regimiento salía a campaña.
No ladró ni empleó el día en sus afanosos trajines de la mayoría de
las cuadras: de éstas a la cocina y de ahí a husmear el aspecto de
la calle, bullicioso y feliz, como un tambor de la banda.
Antes, por el contrario, triste y casi gruñón, se echó desde
temprano a orillas del camino, frente a la puerta del canal en que
se levantaban las rucas del regimiento, como para demostrar que no
se quedaría atrás y asegurarse de que tampoco sería olvidado.
Caídas la noche y la niebla sobre el valle de Lurín, marchaban por el
borde costero los hombres del "Coquimbo" en el más absoluto silencio que
les era posible mantener. Unas horas después, en este paso cuidadoso y
precavido, comenzaron a oír de súbito el ladrido lejano y agudo de un
perro por la llanura. Todos dedujeron que era Coquimbo, alterado
por alguna misteriosa razón, sintiendo que el alma se les iba del
cuerpo. Esperaron con angustia y, poco después, comenzó a aparecer ante
ellos la figura de un jinete en su montura y a media rienda, quien luego
de identificarse como un ayudante de campo de la Jefatura de la División
de Lynch, procedió a hablar con el Comandante José María Segundo Soto,
informándole que su superior exigía redoblar los cuidados al andar por
haberse tenido noticia de movimientos de avanzadas del Ejército de Perú
precisamente en la dirección en que iban los soldados del "Coquimbo".
Terminada de hacer la inquietante advertencia, el jinete se retiró y los
hombres comenzaron a correr de boca a oído la orden. Reiniciaron la
marcha sigilosa hacia las sombras de la noche inmensa, procurando
reducir los ruidos de su presencia hasta lo inverosímil, acompañados
sólo por el ritmo cautivante e hipnótico de las olas reventando a su
lado. Luego de un rato de andar, comenzó a divisarse en la oscuridad la
inconfundible y monumental silueta del Morro Solar y del Salto del
Fraile, aún distantes.
Todo marchaba bien hasta que Coquimbo, otra vez de manera
inesperada, comenzó a ladrar compulsiva y descontroladamente contra
algún fantasma que percibía en la oscuridad, causando pavor en la
silenciosa multitud de soldados que se esforzaron por hacerlo callar,
sin lograrlo. Quizás fueron segundos en que llegaron a odiar al perro
que parecía delatarlos, y así aconteció la tragedia inevitable, como un
conjuro inexorable y autocumplido.
En palabras de Riquelme, la muerte se desató tan rápida como atrozmente:
Coquimbo, con su finísimo oído, sentía el paso o veía en las
tinieblas las avanzadas enemigas que había denunciado el coronel
Lynch, y seguía ladrando, pero lo hizo allí por última vez para
amigos y contrarios.
Un oficial se destacó del grupo que rodeaba al comandante Soto.
Separó dos soldados y entre los tres, a tientas, volviendo la cara,
ejecutaron a Coquimbo bajo las aguas que cubrieron su agonía.
En las filas se oyó algo como uno de esos extraños sollozos que el
viento arranca a las arboladuras de los bosques... y siguieron
andando con una prisa rabiosa que parecía buscar el desahogo de una
venganza implacable.
Terminaba así la vida del singular can símbolo y compañero de los
soldados del "Coquimbo", arrojando como arena al viento otra
sorprendente historia más de los perros de la Guerra del Pacífico, que
se habría desvanecido en el olvido de no ser recogida por Riquelme, que
concluye su crónica con la siguiente reflexión:
Y quien haya criado un perro y hecho de él un compañero y un amigo
comprenderá, sin duda, la lágrima que esta sencilla escena que yo
cuento como puedo arrancó a los bravos del Coquimbo, a esos rotos de
corazón tan ancho y duro como la mole de piedra y bronce que iban a
asaltar, pero en cuyo fondo brilla con la luz de las más dulces
ternuras mujeriles de este rasgo característico: su piadoso amor a
los animales.

El protagonista de
"Memorias de un perro escritas por su propia pata", de Juan
Rafael Allende (edición de 1893), saludando a un pobre y viejo veterano
de la Guerra del 79. Ilustración del mismo autor del libro.
PARAFF, “EL PERRO DEL REGIMIENTO”
Otro perro de la guerra que también fue recordado alguna vez con el
título de “El perro del regimiento” (no confundir con el recién visto
relato de Riquelme), cuya historia fue salvada de perderse con el paso
de las nubes del olvido por el cielo del tiempo, es el que podemos
conocer en las "Crónicas de Guerra", memorias escritas hacia principios
del siglo XX pertenecientes al Mayor de Ejército Julio Arturo Olid
Araya.
El porteño había sido veterano sobreviviente de las Batallas de Iquique
y Punta Gruesa a bordo de la "Covadonga". Fue miembro del Regimiento de
Artillería de Marina y participó en los escenarios bélicos hasta el
final de la segunda campaña, retornando a Chile con el invicto General
Manuel Baquedano.
Tiempo después de su epopeya personal, en sus memorias sobre aquellos
sucesos de la Guerra del 79 y los de la Guerra Civil, Olid nos revela la
historia de Paraff, un perro chico al que describe como mal
agestado y de ojos saltones, con pelaje de color amarillo, un típico can
"de raza común ordinario, perro incapaz de llamar la atención de
nadie en una palabra".
Dice el veterano que, cuando entró al cuerpo militar como aspirante,
conoció al perro saltando alegre frente al tambor de la Compañía, y
alimentándose de la parte de las raciones individuales de charqui y de
caldo aguado "sobre el cual nadaba gravemente un soberano y rollizo
ají", que los aprendices de corneta compartían con el querido can.
Recuerdo que quise acariciar el lomo del animalito, pero éste
reconoció que trataba con un oficial recluta y volviéndome la cola
se alejó pausadamente sin tomar en cuenta mi buena intención.
Entre el corneta San Martín y "Paraff" existía una de esas eternas y
fieles simpatías que acaban generalmente en los umbrales de la
eternidad. El rudo corneta hacía vida común con el perro, y éste,
pagado de esas atenciones devolvía cariño con cariño, constancia por
constancia (cosa rara en el ser humano).
Pero, a fuer de historiador peruano, he de trasladar a los lectores
algunos años antes, cuando el clarín guerrero no hacía alzarse aún,
como el pie de Mario, las legiones de soldados que arrollaron a la
alianza peruano-boliviana.
Procede Olid, de esta manera, a repasar los inicios de la historia
conocida de Paraff. Había recorrido con el corneta San Martín la
costa chilena desde Punta Arenas hasta Valparaíso, "haciendo con su
dueño y amigo la pesada guarnición de la colonia de Magallanes"
precisamente en el período del infame motín de los artilleros de
noviembre de 1877, del que salvó casi por divino favor el entonces
gobernador Diego Dublé Almeyda.
El estallido de la Guerra del 79 tras los hechos de Antofagasta
desatados con el quiebre de los acuerdos entre Chile y Bolivia,
sorprendió a Paraff ya en años de madurez de su vida perruna, a
la que "respondió con alegre ladrido y hubo de ser embarcada su
diminuta persona en el blindado Blanco Encalada y encontrándose en las
ocupaciones de Antofagasta, Cobija y Mejillones". Casi de inmediato
comenzó a ganarse la popularidad en las tropas y el cariño dispensado
por las mismas hacia la mascota, como explica el veterano:
Cuentan que nuestro héroe, tan luego como saltó al muelle del
territorio reivindicando, buscóle pendencia y camorra en un can
boliviano, haciéndole morder el polvo y poner pies (digo patas) en
polvorosa en menos que canta un gallo.
Con estos hechos, la reputación de "Paraff" quedó mejor sentada
entre los soldados y cornetas que la de muchos jefes del ejército y
los oficiales principiaron a mirar con agrado al perro, dándosele de
alta en el cuadro de la estimación general.
Todo lo cual no era poco para un perro acostumbrado a los puntapiés
de la oficialidad y a los peñascazos de la pequeña banda de tambores
del Cuerpo.
Como varios otros perros involucrados en la guerra, Paraff era
capaz de reconocer al enemigo y entender los códigos de los hombres de
su batallón de "navales", pues más allá de analogar el instinto de las
manadas, los perros realmente parecen establecer categorías nuevas y no
innatas a su programación natural para regular sus relaciones con el
mundo de los hombres.
Así las cosas, el perrito se lució en Pisagua el 2 de noviembre, y
acompañó lealmente a la tropa que quedó encargada de rodear al enemigo
en Junín, en una marcha tortuosa y fatigante a pie por aquellos
territorios, sin agua y sin guías precisos. Su comprensión era tal que
denunciaba con sus ladridos a cualquier rezagado de la División Urriola
cuando ésta se extravió en aquella difícil noche de camanchacas y
penurias, hasta que por fin pudieron descansar en los campamentos
abandonados por los bolivianos al albor del día siguiente, momento en
que el perro se echó a los pies del corneta, como siempre, ganándose la
hora del merecido y ansiado respiro.
Las pruebas duras continuaron hacia el interior, en la marcha a la
Quebrada de Tarapacá, uno de los grandes errores tácticos que pagaría
duramente el Ejército de Chile con la inmolación del León de Tarapacá
Eleuterio Ramírez y sus valientes hombres, el 27 de noviembre de 1879,
en la última acción de la ya suficientemente difícil Campaña de
Tarapacá.
Las balas zumbaban en nuestros oídos y caían a nuestro alrededor
como granizo: los muertos y heridos estaban sembrados en el campo de
batalla y el fragor de la lucha daba aquella quebrada maldita un
aspecto terrible.
Nuestras pequeñas piezas de artillería habían tenido tiempo de
funcionar algunos instantes, viéndose los oficiales obligados a
clavar los cañones y destruir las piezas a fin de que el enemigo no
se sirviese de ellas en contra nuestra.
A las tres de la tarde cada cual se batía cómo y dónde le acomodaba.
Un grupo de treinta soldados y cinco oficiales hacíamos frente y
manteníamos a raya a varios centenares de enemigos: el corneta de
San Martín tocaba a degüello, de pie sobre una gran piedra,
presentando un precioso blanco al enemigo que a porfía disparaba
sobre él y al pie del bravo corneta el pequeño perro ladraba
furiosamente y solo, lleno de polvo y tierra, cargaba sin cesar
sobre los peruanos llegando a tocar con su hocico las bayonetas del
enemigo. Aquel perro era algo que conmovía el alma.
A pesar del heroísmo del perro y de su amo, el premio a la audacia fue
desalmado, y su amado dueño, el joven corneta, pagó con su propia vida
la lealtad a sus funciones y a su uniforme, en el clímax de la violencia
del combate:
Una bala penetró por fin la boquilla misma de la corneta del bravo
San Martín y allí le tendió sin vida sobre la arena caliente. El
fiel "Paraff" se precipitó sobre el cadáver dando lastimeros
aullidos y dominando con sus lamentos el ruido mismo de los tiros.
Allí quedó el perrito, llorando y destruido, mientras los soldados
chilenos sobrevivientes de esta carnicería se retiraban dejando atrás
uno de los peores desastres de la guerra, seguido de bárbaras e
inhumanas escenas contra los heridos y agónicos que quedaron allá, donde
no se perdonó ni la vida de las mujeres que servían de cantineras, como
es sabido.
Por singular paradoja, la sangrienta batalla no sirvió para que los
vencedores aliados se quedaran en ella, retirándose del poblado que
había sido sede de la provincia y dejándolo abierto a la ocupación no
bien se disiparon los humos de la pólvora, cambiados por el olor de la
muerte en el pueblo de Tarapacá, en la fatídica quebrada.
Seis días después de la violenta lidia, los hombres volvieron al lugar
de los hechos para recuperar los cuerpos de los caídos y darles
sepultura. El joven Olid estaba entre ellos, y es así que recuerda haber
escuchado con los demás hombres presentes el lamento penoso y
desgarrador de Paraff, apenas llegaron otra vez allí.
El perrito no había abandonado el cadáver de su amo en todos los días
que habían transcurrido, permaneciendo a su lado casi como entregado
también al mismo destino de muerte, de no haber regresado los compañeros
de armas del fallecido a buscarlo:
Allí estaba, era el mismo perro flaco, lleno de tierra y con pelo
engrifado: cuando nos acercamos y los enterradores tomaron el
cadáver del corneta para echarlo en la fosa, el perro gemía y
aullaba, como gime y llora un hijo por un padre, un hermano por
otro. Nos hubo de costar un triunfo de arrancar de allí al fiel
animal y llevarlo con nosotros.
Tras ser llevado de regreso al regimiento, al que siguió acompañando
como otra sublime demostración de lealtad, Paraff no volvería a
tener amo. No porque faltaran voluntades de querer adoptarlo y tomarlo
como mascota personal, sino más bien porque el propio perro ya no
reconoció más a otro hombre por dueño, luego que fuera tan trágicamente
abandonado en este mundo de los vivos el único que tuvo y cotizó como
tal, el trágico y valiente corneta San Martín.
Y desde entonces, cuando sonaba otra vez la banda de tambores y cornetas
tocando a llamado, esta vez sin su protector, Paraff se sentaba
en silencio y meditabundo sobre las patas traseras, llorando y aullando,
de seguro con el recuerdo del amo perdido estimulado por la situación.
Dos años justos y cabales lo vimos llorar todos los días delante de
la banda de músicos, y cuando a las 9 de la noche, el corneta de
guardia tocaba silencio en el cuartel, ‘Paraff’ hacia coro fúnebre a
ese toque.
Tras la ocupación de la ciudad de Lima y aún acompañados por el perro,
la oficialidad del cuerpo decidió premiar a Paraff con un collar
de honor, en el cual se leían los nombres con la bitácora de toda su
aventura como perro de cuarteles: Punta Arenas, Valparaíso, Guarnición
del Toco, Pisagua, San Francisco, Tarapacá, Tacna, Marcha de Pisco a
Lurín, Chorrillos y Miraflores. Reunidos en un consejo serio, los
soldados también acordaron amarrar en la pata derecha del pequeño animal
la jineta de sargento, premiando con el gesto la constancia y la
abnegación de este can que Olid describiera como "representante más
patriota de la canina raza chilena" en la Guerra del Pacífico.
Incapaz de olvidar esta conmovedora experiencia de Paraff, el
multifacético J. Arturo Olid, que colaboró en varios diarios y fundó
otros tras su abultada experiencia militar, publicó por primera vez esta
triste historia en el diario "La Libertad Electoral" de Santiago, del 9
de marzo de 1888. Posteriormente y con algunos mejoramientos de
redacción, la incluyó en sus memorias de las "Crónicas de Guerra", en un
capítulo titulado "El perro del regimiento", dando perpetuidad a esta
historia sacada a tiempo desde el fondo mismo del vertedero de la
amnesia.
OTROS PERROS DE LA GUERRA DEL 79
Hubo menciones también para un simpático perro quiltro oriundo
de Iquique y llamado Negro, cuya dueña era una gorda y
atenta cantinera que se hizo conocida en esos años, quien puso
al corriente de las travesuras de la mascota a Justo Abel
Rosales, como comenta en sus memorias de “Mi campaña al Perú,
1879-1881”. De carácter “adulón, palangana, bullanguero,
camorrista” el perro, decía su dueña la cantinera, debía
comer “en la mesa y en plato, y cuando así no se le da la
comida, se manda a cambiar rezongando y no vuelve hasta dentro
de dos o más días”.
Rosales se refiere también a un par de perritos chocos, “los
dos quiltros más lindos que he visto” y que alegraban
sus encierros en el cuartel del Regimiento “Aconcagua”. Uno de
ellos se llamaba Huáscar, perteneciente a un soldado, y
el otro era la Calamita, del subteniente chileno Florindo
Byssivinger que caería trágicamente por fuego de sus propios
compatriotas en Miraflores, intentando defender a un soldado
peruano apresado. “Son dos pichones que viven en perpetua
fraternidad”, comentó el destacado autor y veterano de
guerra, sobre la tierna pareja de perros.
Según informa el investigador Raúl Olmedo (artículo “Sobre
perros”, de 2014, en el sitio web peruano de Jonatan Saona,
titulado “La Guerra del Pacífico 1879-1884”) que suele publicar
interesantes textos en fuentes de internet dedicadas al tema de
la historia militar, hubo algunos canes que fueron conocidos en
unidades militares chilenas: Cauque, del Regimiento
“Talca”, que los acompañó hasta Lima y en la Campaña de la
Sierra destacando en Huamachuco; la perra Tinguiririca,
de color castaño y a la que le faltaba una oreja, del
“Colchagua”; y Naval, del Batallón Naval después
convertido en Regimiento, de aspecto manchado y carácter
imponente y feroz. Otros perros-símbolos pertenecieron a los
Regimientos “Concepción”, “Curicó”, “Aconcagua N° 1”, “Aconcagua
N° 2”, “Santiago” y “Chacabuco”, y a los Batallones “Valdivia”,
“Quillota”, “Melipilla” y “Curicó”.
También existen historias de perros ladrando y delatando a
enemigos refugiados en las cuevas del Morro de Arica, tras la
caída de la ciudad en junio de 1880, según información publicada
por autores como Gerardo Vargas Hurtado.
Otra curiosidad canina tuvo que ver, fuera del ámbito
estrictamente militar, con el ingeniero danés Holger Birkedal,
un aventurero que, en plena guerra, ofreció importantes
servicios de inteligencia para Chile hallándose en Perú,
operación en la que fuera apresado por los agentes peruanos
durante poco más de dos semanas, aunque nada pudieron
comprobarle. En aquella ocasión, Birkedal iba acompañado en Lima
de su leal mascota: un bravo y temido perro bulldog al que
evitaban sus captores persuadidos de su mal carácter. El
investigador Guillermo Parvex dice en su trabajo “El Servicio
Secreto Chileno en la Guerra del Pacífico”, que alguien comentó
entonces sobre el huraño pero fiel can: “Estos perros son más
bravos que los chilenos…”.
No todo fue tan pintoresco, sin embargo: memorias de
combatientes como José Clemente Larraín, J. Arturo Olid o José
Miguel Araya, mencionan las macabras escenas de perros vagos
devorando cadáveres de caídos después de grandes batallas, saldo
vil y repugnante de la guerra y sus particulares escenarios
geográficos.
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