Edificio
del Congreso Nacional de Santiago, entrado en funciones en 1876.
Imagen publicada por "The Illustrated London News" en 1891.
Un libro básico y que sirve de matriz para avanzar en el tema histórico de los partidos políticos
es el de René León Echaíz,
titulado "Evolución histórica de los partidos políticos chilenos", que
he vuelto a consultar con algunos otros más a mano para dar cuerpo al
contenido de esta entrada.
La dura contienda entre los dos grupos
dominantes de la confrontación política de los pipiolos, de ideas liberales y muy influidos por el igualitarismo revolucionario francés, y los pelucones,
de tendencia conservadora e influidos por el pensamiento estanquero y
portaliano, comenzó su disputa por elegir al vicepresidente de las elecciones
presidenciales de 1829. Esto llevó al enfrentamiento bélico final entre ambos
bandos, gestándose así la primera guerra civil chilena después de la
Independencia, si obviamos que la lucha emancipadora también tuvo algo
de fraticida.
La acefalia del mando supremo se había mantenido hasta que asume la Junta de Gobierno presidida por el pelucón
José Tomás Ovalle Bezanilla, el 24 de diciembre de 1829, seguido
después por el presidente provisional Francisco Ruiz-Tagle Portales,
también de esas filas, electo por el Congreso y asumido el 18 de febrero
de 1830. Sin embargo, sus diferencias con el General José Joaquín
Prieto Vial y con los demás jefes pelucones, además de sus
problemas de salud, lo llevaron a dimitir poco después. Habría sido
persuadido de tomar la difícil decisión por su primo don Diego Portales Palazuelos,
el solemne símbolo viviente de la nueva etapa política que ya
comenzaba, con todas sus grandezas pero sus defectos muy humanos
también.
Ovalle
retornó así al mando pero con el cargo de Vicepresidente provisorio, el
1° de abril siguiente, cuando el termómetro del conflicto estaba en su
máxima presión y su más ardorosa gravedad. En la ocasión, Portales juró como Ministro de Interior, de Relaciones Exteriores y de Guerra y Marina.

La estatua ecuestre de don Manuel Bulnes, en Santiago.
CONSECUENCIAS DE LA BATALLA DE LIRCAY. REORGANIZACIONES DEL CONSERVADURISMO
Coincidentemente, la disputa entre ambos bandos de la guerra civil se había encarnizado tras la ruptura entre entre Ramón Freire y José Joaquín Prieto, siendo decidida en la histórica Batalla de Lircay del 17 de abril de 1830,
episodio militar y político que aún sigue generando interpretaciones
opuestas y sus correspondientes controversias. Ya nos referimos en
términos un poco más amplios a esta guerra, al ver los primeros partidos
políticos chilenos y culminar con pipiolos y pelucones, por lo que no haré una extensión del asunto acá.
A
pesar de su alejamiento de la figura de Portales por desencuentros más
personales que políticos, desde el exilio en Perú don Bernardo O'Higgins
seguía atentamente los sucesos de su patria. Se recordará que el bando
o'higginiano había estado en el lado de los pelucones en la guerra. Así, tras enterarse del triunfo sobre los pipiolos,
escribió desde Lima a su antiguo camarada de armas el General Prieto,
el 24 de mayo, elogiando a los vencedores. También hemos citado esta
carta en la entrada sobre los primeros partidos políticos de Chile,
para desalentar ciertas visiones u opiniones que intentan sembrar dudas
más cerca de nuestra época, sobre cuál habría sido la real posición de
O'Higgins frente a dicho conflicto.
La victoria de los pelucones, entonces, puso fin a los gobiernos pipiolos
y al período de organización de la República, iniciando una nueva etapa
que abordaré ahora y que decidió el curso que tomaría la política
chilena en el siglo XIX.
La figura de Portales
se yergue como nunca antes en la historia gubernamental de Chile, en
este período. A pesar de que muchos historiadores contemporáneos han
interpretado que se exageró la importancia del ministro en la realidad
histórica, considerándola más bien una construcción y una canonización
política, hay una flagrante contradicción en la que muchos de los mismos
caen al tener que admitir la existencia de un gobierno, régimen o
principio "portaliano", definido frecuentemente también como una
dictadura, lo que acaba confirmando -para nuestro gusto- que la figura
controversial de don Diego realmente tuvo una injerencia extraordinaria
en estas instancias de la vida nacional, por mucho que se simpatice o se
detracte de ellas.
El
giro de timón fue total después de Lircay, por consiguiente, con el
aplastamiento total de las idealizadas aspiraciones del bando liberal-pipiolo
derrotado y con el advenimiento de lo que los historiadores clásicos
denominaron como el referido régimen o el gobierno portaliano,
principio de la República Conservadora. En consecuencia, el liberalismo
en sus estados primitivos de la política chilena acabó desapareciendo,
pero después surgiría otro movimiento actualizado retomando esta misma
línea y posta, con fuerzas renovadas, como veremos.
Tras morir Ovalle en el mando, el 21 de marzo de 1831, fue sucedido por otro afín a los pelucones:
Fernando Errázuriz Aldunate, quien se mantuvo en el cargo de
Vicepresidente hasta el 18 de septiembre, de manera provisoria. Con el
fin de su mandato en el mes de septiembre, no sólo comenzaba llano ya el
largo período de los gobiernos conservadores y luego liberales, sino
también se dejaban atrás los últimos rastros del desorden de sus primeras décadas de autodeterminación política.
El
recién asumido Presidente José Joaquín Prieto, que gobernaría en dos
períodos hasta 1841, lidiaría con los brotes de militarismo y rebeldía
del Ejército, donde la sedición y el afán por las conspiraciones no se
extinguía, fomentado incluso desde el extranjero, en algunos casos. Esto
facultó al Ministro Portales
a aplicar sus controvertidas medidas duras e imperativas de imposición
del Estado buscando garantizar el orden, amparándose en la nueva
Constitución Política de 1833; pero también le costarían la vida,
asesinado por los sublevados del Batallón Maipú el 6 de junio de 1837.
Sin
embargo, Prieto pudo saborear después el triunfo militar chileno en la
Batalla de Yungay, que puso fin a la Guerra contra la Confederación
Perú-Boliviana el 20 de enero de 1839, casi como voluntad póstuma del
asesinado ministro. Esta vez, cuando O'Higgins se entera del triunfo,
dejando de lado su apasionada defensa por el Protector de la Confederación, su amigo el Mariscal Andrés de Santa Cruz, escribe a Prieto el 5 de marzo:
...la
victoria de Yungay vuelve a poner la pluma en mis manos, no para
distraerlo de sus graves atenciones, sino para felicitarlo por un
triunfo en que nuestra querida Patria ha obtenido todo cuanto podía
desear, su honor, su seguridad y la independencia del Perú, por lo que
Chile ha hecho tan grandes como generosos sacrificios.
El
gran vencedor de Yungay, el General Manuel Bulnes, será elegido para
suceder a Prieto, asumiendo la Presidencia de la República el 18 de
septiembre de 1841. A diferencia de su predecesor, que era un gobierno
más bien transicional entre los pelucones y los conservadores, el
suyo iba a ser uno definitivamente más cercano a lo conservador, que
logró prolongarse también en dos períodos y concretar desde sus inicios
obras de consolidación nacional, tales como la fundación de la colonia
de Magallanes en 1843, el reestablecimiento de la Escuela Militar y la
creación institucional de la Escuela Naval.
Empero,
a pesar de ser también una consecuencia del régimen portaliano y sus
políticas fundamentales, sería en el Gobierno de Bulnes donde rebrotaría
el liberalismo como partido político.
Entre
tanto, como parte de la transición y modernización adaptativa de las
corrientes políticas, había debutado ya un grupo que puede ser llamado pelucón-conservador,
remontado a 1836. Conglomerado medianamente formal, logró agrupar en
sus filas tres tendencias políticas bastante definidas, vencedoras de
1830 pero procedentes del período inicial de los partidos en la Independencia y la organización republicana al que ya nos hemos referido:
- Los pelucones, principales vencedores de Lircay y representantes del ala más tradicional y conservadora, al punto de que su nombre seguirá siendo usado como sinónimo de este nuevo referente.
- Los o'higginistas u o'higginianos, surgidos de los apoyos y lealtades a O'Higgins que se remontaban a la Guerra de la Independencia y que estuvieron también en las filas vencedoras que aplastaron a los pipiolos.
- Los estaqueros, genuinos representantes del pensamiento portaliano que venían a ser algo así como la corriente menos político-ideológica y más práctica y utilitaria de las tres reunidas, muy relacionada con comerciantes y hombres de acción más que de aspiración.
No
obstante, las diferencias entre estos sectores y sus posiciones frente a
la influencia de la Iglesia sobre la política, precipitaron la ruptura
del intento agrupador del conservadurismo, que acabó dividido en al
menos dos líneas: los tradicionalista, más relacionados con la oligarquía conservadora propiamente tal, y los socialcristianos,
más sintonizados con el influjo clerical y, en algunos ámbitos, casi
anticipando ciertos aspectos que se identificarán después con las
propuestas sociales la Iglesia Católica, aunque también con su
proteccionismo de intereses corporativos.
Ambos
grupos parecieron irreconciliables hasta 1857, como veremos, cuando las
circunstancias políticas obligaron a limar asperezas y adherirse a un
partido formalmente constituido, primero del conservadurismo tal como lo
entenderíamos hoy.

Retrato litográfico de don Diego Portales Palazuelos.
RESURGIMIENTO DEL LIBERALISMO COMO MOVIMIENTO. LOS CLUBES DE LA REFORMA Y LA SOCIEDAD DE LA IGUALDAD
En
los días en que Bulnes ostentaba el mando en el Palacio de la Moneda
(edificio que él mismo eligió como sede del Ejecutivo en 1845, además),
la sociedad chilena había comenzado a abrirse a la influencia
intelectual extranjera, o al menos la parte más letrada e instruida de
la misma. Casi al mismo tiempo en que se conocía entre la juventud
chilena la obra del francés Alphonse de Lamartine, su "Historia de los
girondinos", de gran huella sobre el pensamiento de entonces, llegaban
también las noticias sobre la revolución de 1848, que restauró el camino
republicano de la vieja revolución francesa e hizo caer la corona de
Luis Felipe I.
Estas influencias intelectuales provenientes desde Francia (país que ya entonces era visto en las élites chilenas como un símbolo de progreso y modernidad)
comenzaron a inspirar ideas más frescas y juveniles, volviendo la
mirada hacia nuevas formas de liberalismo republicano, además de motivar
un interés en el surgimiento de los partidos demócrata y radical de la llamada Segunda República Francesa.
En
efecto, la aparición de movimientos republicanos moderados franceses
dirigidos por el propio Lamartine, además de las corrientes radicalistas
y socialistas pre-marxistas, abrieron campo a la irrupción de los
ideales liberales y otros posteriores de orientación obrera, exigiendo
derechos como el sufragio universal y el mejoramiento de las condiciones
de los trabajadores.
Entre
los promotores de este nuevo movimiento, estuvieron José Victorino
Lastarria, Ventura Marín Recabarren y los hermanos Francisco y Manuel
Bilbao Barquín, cuyas publicaciones alentaron y dispersaron el mismo
ideario. Por el lado de la llamada Sociedad de la Igualdad de
Bilbao, de la que hablaremos más abajo, llegaron también Eusebio Lillo
(autor de la letra de la Canción Nacional), Manuel Recabarren Rencoret,
José Zapiola, y después Manuel Guerrero Prado y Francisco Prado
Aldunate.
Los
liberales participaron mucho también del ambiente de desarrollo social
que experimentaba el país entrado en su ordenamiento republicano:
fundación de periódicos, creación de la Universidad del Estado,
mejoramientos en la enseñanza pública, creación de sociedades
literarias, círculos intelectuales, sedes sociales, etc. Aparecen,
además, los llamados Clubes de la Reforma, de mentalidad esencialmente afín al liberalismo y que, copiando los idearios europeos, proponían:
- Reducir el poder presidencial suprimiendo la posibilidad del Ejecutivo para dictar Estados de Sitio o solicitar facultades extraordinarias.
- Elaborar y establecer una nueva Constitución Política, sobreentendiéndose que debía ser más acorde al ideario liberal.
- Terminar con la posibilidad de las reelecciones del presidente de la república, mecanismo que ya había extendido los gobiernos de Prieto y Bulnes por diez años cada uno.
- Descentralizar la administración pública, quizás restaurando parte de la mentalidad federalista que surgió en algún momento de la anarquía post-Independencia.
- Elección por voto popular de las autoridades del Poder Judicial.
- Establecer responsabilidades de los Ministros de Estados.
- Ampliación del derecho a voto ciudadano.
- Libertad de imprenta.
- Abolición de los fueros.
Uno
de los testigos directos de la revolución de 1848 en Francia, había
sido el propio Francisco Bilbao, a la sazón joven editorialista y
escritor chileno que, tras escandalizar a los sectores conservadores con
su trabajo titulado "Sociabilidad chilena", debió a marchar al exilio
luego de una condena del Jurado de Imprenta, refugiándose en Europa.
Allá había entrado en contacto con algunos de los cabecillas del
alzamiento francés, empapándose de sus ideas y propuestas. Volvió a
Chile decidido a acabar con la herencia del concepto portaliano del
poder, apoyado por personajes de la talla de Benjamín Vicuña Mackenna y
Federico Errázuriz Zañartu.
Bilbao, asistido por Santiago Arcos y usando por base a los Clubes de la Reforma, fundó la ya comentada Sociedad de la Igualdad
en 1850, con aspiración de constituirse en un partido proletario y
popular, que a la larga se afiliaría al movimiento liberal como una
corriente de vertiente distinta a las otras que darían vida a ese
conglomerado. Su medio difusión también creado por Bilbao, fue el
periódico "El amigo del pueblo". Se lo identifica como uno de los
primeros movimientos en fomentar la lucha de clases entre los obreros,
azuzando el conflicto con las élites patronales y los ricos.
Entre los principales postulados de la Sociedad de la Igualdad,
estaban la creación de escuelas públicas gratuitas, aumento de los
baños públicos, el sufragio universal, implementación del sistema de
montepíos (montes de piedad) y la creación de bancos para obreros.
También implementaron clases gratuitas para trabajadores de educación
cívica, inglés, matemática y música, entre otros ramos. Si bien esta
escuela ya era casi paralela a la del marxismo internacional,
cronológicamente hablando, sus orientaciones libertarias e igualitarias
eran diferentes. No obstante, los primeros resultados no fueron
realmente positivos para la conquista de derechos, sino más bien para
justificar persecuciones y la posterior ruptura de Bilbao con los
liberales.
Todas
estas ideas e iniciativas, sin embargo, fueron decisivas para los bríos
que iba a tomar el nuevo movimiento liberal chileno. Además, a pesar de
que la controversia por la posesión de la Patagonia comenzaba
precisamente en esos años, los liberales chilenos encontraron buenos
aliados y camaradas entre los muchos argentinos que llegaron exiliados o
escapando de la Dictadura de Juan Manuel de Rosas, lo que fomentó
también un renacer de ideas americanistas, como no se veían desde las
luchas de la Independencia.
Lastarria
fue, sin embargo, el mayor impulsor del nuevo partido en formación.
Pero, como hombre de letras, su gran currículo era esencialmente
intelectual, mas no profesional ni práctico, pues sus incursiones en la
diplomacia y la política resultaron francamente desastrosas en algunos
casos, por mucho que se quiera enaltecer su panegírico en nuestros días.
Lo suyo era pues, el academicismo, la literatura, la cátedra, el
discurso; no las arenas donde se decidían con más realismo y fría
sensatez los destinos e intereses nacionales.

Plaza de Armas de Santiago, hacia 1835.
LA FUNDACIÓN DEL PARTIDO LIBERAL EN CHILE
Bulnes
había colocado en el Ministerio de Hacienda y luego en el de Interior a
don Manuel Camilo Vial, en 1847, miembro de un grupo pelucón denominado los filopolitas, remontado también a los tiempos de Portales
y que había seguido una tendencia un tanto disidente con la estrictez
de aquel partido, predicando evitar las persecuciones políticas y
reducir la creciente influencia del clero.
Pero el tiempo había pasado ya, y los modelos de identificación entre pelucones y pipiolos
ya no cabían en esta nueva etapa, permitiendo alianzas o metamorfismos
que resultarían curiosos en otra interpretación o contexto de tiempo.
Los pelucones adictos a Vial se parecían cada vez más a los liberales, en consecuencia.
Sin
embargo, un gran retroceso se había producido para las condiciones
favorables del liberalismo frente a los gobiernos conservadores: cobraba
fuerza la figura de don Manuel Montt Torres, civil considerado la "mano
derecha" de Bulnes y continuador del Estado sólido, firme y "en forma",
al decir de Portales.
La
gestión ministerial de Vial fue, en gran medida, una cruzada casi
personal contra el ascenso de Montt, cada vez más popular y cercano al
sillón presidencial, lo que le hizo ganarse las simpatías de la joven
camada liberal, diluyendo la distancia de los últimos años del Gobierno
de Bulnes con este sector político, al menos en una parte importante del
oficialismo. De esta manera, cuando tuvieron lugar las elecciones
parlamentarias de 1849, muchos de los nuevos miembros del Congreso
Nacional eran de tendencias liberales pero formando parte de ese
oficialismo... Cosas de la política.
Ese
mismo año, Vial tendría que dejar el gobierno al hacerse insostenibles
ya sus diferencias con la línea de Bulnes. Lideraría, a partir de
entonces, un grupo de disidentes, opositores y liberales que ese mismo
año constituyeron su propio partido. Los adeptos de estas ideas en el
Congreso se volcaron a la oposición, entonces, atrayendo también a los
restos náufragos de los primeros liberales doctrinarios y los pipiolos dispersos desde sus desafortunadas aventuras de 1828-1829.
Estas
iniciativas fueron consolidando políticamente al grupo, además, por lo
que al terminar el Gobierno de Bulnes, el 18 de septiembre de 1851, el
flamante partido liberal chileno ya estaba orgánico y en operaciones desde 1849. León Echaíz lo describe de la siguiente manera:
No
se trataba ya del grupos amorfos y anarquizados, como los antiguos
pipiolos. Ahora las ideas liberales estaban representadas por elementos
de consideración, intelectuales de nota y juventud idealista y
avasalladora.
No era, por lo tanto, un partido "heredero" de los pipiolos,
como a veces se cree, sino una confluencia nueva, formada por los
siguientes grupos que encontraron un eje gravitacional en él:
- Pelucones moderados simpatizantes de Vial, restos de aquellos años de los primeros de partidos políticos en donde la identidad de cada conglomerado se reducía a las fuerzas que acompañaban sólo un apellido y, secundariamente, el proyecto que éste representara. Prueba de ello es que, en la práctica, estos pelucones no tenían ninguna diferencia esencial con respecto a los que apoyaban a Bulnes y a Montt, salvo quizás un origen mas bien acomodado y de alta sociedad.
- Exaltados de nuevas generaciones, muy parecidos a los que se vieron durante el proceso de Independencia, que eran capitaneados por Lastarria. Exigían una reforma total del sistema político y estaban profundamente influidos por el revolucionarismo francés y el americanismo.
- Los restos del movimiento pipiolo que, a diferencia de lo que algunos suponen hoy, eran quizás la parte ya más débil y menos determinante del nuevo partido, por corresponder a lo que quedaba de ellos tras la derrota de Lircay. De hecho, mucha de su motivación a entrar en el partido liberal se reducía al afán de tomar revancha contra los conservadores del gobierno, tras perder con ellos la guerra en 1830.
- Los miembros de la Sociedad La Igualdad, aunque no mucho después terminaron separándose y formando el sustrato base de lo que sería el partido demócrata, como veremos. A pesar de lo mucho que impulsó al creciente ideario y la simpatía por el liberalismo, para muchos las ideas de choque de clases fomentadas por este grupo sólo perjudicaron las reales intenciones del partido, obligándolos a pagar los platos rotos de tal discurso aleonando a los trabajadores y a los sectores más agresivos de la política.
Esta heterogénea fauna dentro del partido liberal
fue una característica durante toda su existencia, con algunas
variaciones en el camino, pero marcado por innumerables conflictos
internos, volteretas en determinadas circunstancias políticas, alianzas
con enemigos, divisiones feroces y hasta su aporte a la peor de las
guerras civiles que haya tenido el país.
A
nivel diplomático, además, esta falta de cohesión y el abuso del
romanticismo como ideal político entre los liberales, se manifestó en
casos de entreguismo realmente compulsivo y delirante, como fue la
campaña para arrastrar a Chile a la Guerra contra España de 1865-1866
tras la ocupación hispana de las islas peruanas Chincha (intromisión que
nos costó la destrucción de Valparaíso por la flota española), la
descarada defensa de Lastarria a los intereses argentinos en Magallanes y
la actuación de Manuel Bilbao como agente de propaganda del
expansionismo platense sobre el territorio en disputa, que incluso
provocó protestas populares en su contra en Santiago obligándole a huir
de vuelta a Buenos Aires, en alguna ocasión.
Curiosamente,
como comentario al margen, podemos observar que en lo poco que lleva
refundado el actual Partido Liberal de Chile (desde 2013), según sus
críticos también ha acusado la misma carencia de brújula y de líneas de
definición que acompañaron al anterior conglomerado homónimo, optando
por abrirse a alianzas electorales con grupos muy diferentes al suyo,
incompatibles con los principios liberales, en algunos casos.

Presidente Manuel Montt.
LA REVOLUCIÓN DE 1851. TRIUNFO ELECTORAL DE MONTT Y PERSECUCIÓN A LOS IGUALITARIOS
Los ánimos comenzaron a caldearse contra la Sociedad de la Igualdad
no sólo entre sus enemigos, sino también sus correligionarios
liberales: cada concentración o celebración pública de la organización
acababa en desórdenes, destrucción e ilusos intentos de iniciar un
conato revolucionario, desmadres que daban la excusa perfecta a sus
adversarios para iniciar persecuciones y atacar políticamente al
partido.
Este sentimiento sería utilizado por sus enemigos conservadores y así, en agosto de 1850, la sede de la Sociedad de la Igualdad en
La Chimba de Santiago, fue asaltada y atacada durante una noche por un
grupo armado de agresores y bandoleros, que al grito de "¡Viva la religión!" y "¡Mueran los herejes!",
buscaban a Bilbao de seguro para darle muerte. Afortunadamente para él,
no se encontraba presente o logró escabullirse evitando a los
agresores.
Mientras
seguían decididos a frenar el avance de Montt, en plenas campañas se
reunieron liberales e igualitarios para tratar de promover el rechazo a
la candidatura que, según vociferaron entonces, "representaba los estados de sitio, las deportaciones, los destierros, la corrupción judicial, el asesinato del pueblo"
y prácticamente todo lo peor que podía esperarse de un gobierno
despótico y de la sombra portaliana que, para ellos, era un verdadero
anatema. Bilbao y Lastarria encabezaron el desafiante desfile de aquella
jornada cargada de proclamas amenazantes.
Era sólo cosa de tiempo para que ardiera Troya... Alentados precisamente por la Sociedad de la Igualdad,
una intentona revolucionaria estalla en San Felipe en noviembre de
1850, siendo duramente reprimida por el gobierno y dando la oportunidad
para emprenderlas en Santiago con similares medidas. La agrupación, de
este modo, fue proscrita por decreto de la Intendencia de Santiago del 9
de noviembre, y los dirigentes que no salieron corriendo como almas que
se las llevaba el Diablo, de todos modos terminaron detenidos y
exiliados, entre ellos Lastarria y Errázuriz Zañartu.
Para
empeorar la situación, el 20 de abril de 1851, estalló un intento de
revolución comandado por el Coronel Pedro Urriola Balbontín en Santiago,
que se había fraguado nuevamente en complicidad con civiles e
intelectuales liberales extremos como Bilbao y Lastarria, ya de vuelta
en Chile por un breve tiempo antes de tener que huir de regreso a Lima.
La
calaverada resultó desastrosa para los rebeldes: de los 5 mil hombres
que habían prometido Bilbao y Recabarren Rencoret, apenas 15 tuvieron el
valor de presentarse ante Urriola, poniéndose a su disposición. Más de
200 muertos quedaron tendidos en el sector del Cerro Santa Lucía, la
actual Plaza Vicuña Mackenna y la Alameda de las Delicias, cuando se
produjo la contraofensiva del Gobierno de Bulnes. Entre los fallecidos
estaba el propio Urriola, alcanzado por las balas de un guardián.
En
este clima incendiario, se realizaron las cuestionadísimas elecciones
del 25 de junio que tanto querían frenar los rebelados, ganadas
holgadamente por Montt... Pero la revolución estaba lejos de haber
terminado.
Para desgracia del partido liberal,
Montt debía tomar el mando el mismo día en que lo dejaba Bulnes, en las
Fiestas Patrias de 1851. Su candidatura había sido desde el principio,
el candado ideal que tenían los conservadores para cerrarle el paso a
los liberales en aquel momento. Además, la Sociedad de la Igualdad
había cometido suficientes excesos ya que también sirvieron de excusa a
los enemigos de la proliferación de tales ideas liberales, para dar más
solidez al bloque pelucón-conservador firmemente dispuesto en torno a su candidato.
El
triunfo de Montt hizo estallar la furia y la frustración de los
partidarios del General José María de la Cruz Prieto, Intendente de
Concepción, primo del Presidente Bulnes y también conservador, pero
adversario del presidente electo con quien había competido en las urnas
apoyado por los liberales y por la aristocracia penquista como esperanza
para salvar los petitorios contra la agenda centralista.
Incapaz
de aceptar las oscuras circunstancias de su derrota, entonces, desde
Concepción, De la Cruz denunciaba un fraude electoral y llamó a la
sublevación, lo que daba a los liberales la oportunidad perfecta de
salvar la revolución, cada vez con más características de nueva guerra
civil. El levantamiento propiciado por el apodado Caudillo del Sur,
aunque dirigido formalmente no por él sino por sus afines Fernando
Baquedano Rodríguez y Cornelio Saavedra, se produjo el 13 de septiembre
de 1851, faltando sólo cinco días para que Montt asumiera el mando.
Los
revolucionarios contaban con unos 4 mil hombres, en una diversa
concentración de militares liberales, montoneros, veteranos de guerras
anteriores e indígenas al mando del cacique mapuche Colipí. En síntesis,
exigían bloquear la presidencia de Montt y una nueva Constitución
Política abandonando la de 1833. Tanto era así que, en La Serena, los
adherentes al movimiento como Vicuña Mackenna, Pedro Pablo Muñoz y los
hermanos Antonio e Ignacio Alfonso, tras formar la milicia llamada
"Restauradores del Norte" con 600 hombres distribuidos por la provincia,
declararon fuera de la Carta Magna todo el territorio e instalaron su
propio gobierno. El director de la milicia era don José Miguel Carrera
Fontecilla, hijo del prócer José Miguel Carrera Verdugo.
La
excesiva confianza de De la Cruz tras asumir el mando de sus leales y
avanzar con ellos hacia Santiago, se enfrentó con la durísima realidad
en la Batalla de Loncomilla, en Linares, el 8 de diciembre siguiente. El
Ejército, comandado por el propio ex Presidente Manuel Bulnes, aplastó a
los insurrectos atacándolos por sorpresa con una cantidad de hombres
prácticamente similar a la de los alzados. Los derrotados ordenaron
repliegue, pero fueron perseguidos hasta las riberas del río Maule,
viéndose obligados a firmar la rendición formal el 11 de diciembre.
Humillado,
dejando el uniforme y la vida política, De la Cruz se retiró a una vida
sombría y lejos de la publicidad, no volviendo a la deliberación jamás,
hasta su muerte.
El
asumido Presidente Montt, entonces, pudo tener el camino más despejado
para sus primeros años de mando. En honor a la verdad, era un hombre de
gran prestigio, seriedad y dotes de estadista: bienquisto y respetado,
representaba muy bien el obstáculo con el que debían estrellarse los
petitorios de los grupos liberales y sus primeros Clubes de la Reforma,
que alarmaban tanto al conservadurismo. Su mandato, considerado en
algunas opiniones como el mejor gobierno que tuvo Chile en el siglo XIX,
sin embargo de todos modos no podría evitar encontrarse de cara con el
ambiente de conflicto que se liberaría entonces y que continuó tras las
rebeliones de Urriola y De la Cruz.

Imagen de la Plaza de Armas, hacia 1859.
RUPTURA CON LA IGLESIA Y FUNDACIÓN DEL PARTIDO CONSERVADOR
Si bien los antiguos pelucones
no estaban imbuidos en las cuestiones de la Iglesia, varias
situaciones de tensión con ella, ocurridas durante el Gobierno de
Montt, hicieron a los conservadores repensar una posición al respecto.
Además, la tendencia de Montt a rodearse de colaboradores o asistentes
que eran esencialmente útiles a sus propósitos gubernamentales, había
reducido mucho la injerencia pelucona-conservadora sobre las
decisiones del Ejecutivo, hiriendo el orgullo de quienes habían estado
acostumbrados ya a hacer valer el peso de sus intereses e idearios sobre
las mismas.
Una
de las irritaciones en este sentido, fue la fuerte controversia que
vino a suscitarse cuando la Iglesia, con apoyo de algunos miembros del
conservadurismo, pretendió que todo el cuerpo académico, directorio y
hasta los empleados del Instituto Nacional, provinieran del ambiente
clerical. La reacción de Montt y de su Ministro de Interior don Antonio
Varas, fue resistirse a semejante propósito, aceptando la renuncia del
Presbítero Orrego en la rectoría, para ser reemplazado por un laico.
Más
tarde, el Senado aprobó un proyecto de ley para reestablecer la
Compañía de Jesús en el país, gracias a las fuertes influencias del
Arzobispo Valentín Valdivieso y de un poderoso sector de la alta
sociedad chilena. Los jesuitas habían retornado ya en 1848, pero la
Congregación no estaba reconocida con cuerpo formal y propio.
Nuevamente, Montt y Varas se mostraron opositores a esta medida, pues
preveían conflictos políticos a partir de la aprobación. Sólo en 1858,
la Congregación pudo ser reconocida como provincia propia.
Finalmente, tuvo lugar el llamado Incidente o Cuestión del Sacristán
de inicios de 1856, que a pesar de su insignificancia hizo explotar el
polvorín de los conservadores hasta las nubes. Sucedió que el deán de la
Catedral de Santiago expulsó del servicio a un sacristán llamado Pedro
Santelices, bajo los cargos de haber destrozado con una piedra la
claraboya de la sacristía y beberse el vino consagrado con sus amigotes.
El vicario de la Arquidiócesis de la capital apartó al sacristán sin
acuerdo con el Cabildo, pero Santelices recurrió al tribunal
eclesiástico esperando poder revertir su situación. Dos canónigos de la
Catedral y miembros del tribunal eclesiástico, críticos de la sanción y
creyéndolo inocente, acabaron siendo apartados de sus cargos, por lo que
también apelaron a la autoridad eclesiástica, concediéndoseles el
recurso pero sólo en su aspecto devolutivo, por lo que debieron recurrir
ahora a la Corte Suprema de Justicia. Así, quedaba sometido el asunto a
tribunales civiles, reconociéndose con ello la competencia que dichas
instancias tenían sobre asuntos de la Iglesia, al no haber una
separación clara de ésta con respecto al Estado.
Como
era de esperar, la Corte Suprema falló a favor de los clérigos y exigió
que el sacristán fuese repuesto en su rol. Sin embargo, el deán no
aceptó la sentencia y recurrió al tribunal superior de La Serena,
azuzado por el Arzobispo Valdivieso, hombre admirable en muchos
aspectos, pero realmente insufrible e imprudentísimo en otros, quien no
aceptó el fallo civil desatándose con ello la tempestad. Más aún, al ver
que su influencia y el peso de su imagen no eran suficientes para
revertir la decisión de los tribunales de justicia, Valdivieso trató de
rodearse de un grupo partidista que lo blindase e instó al Presidente
Montt a hacer valer su título de Protector de la Iglesia, que era una de las credenciales formales de los mandatarios de entonces.
La
situación no podía ser más compleja para Montt y Varas, que veían
peligrar el apoyo conservador con este incidente. El recurso que
procedía ahora era nada menos que apresar al propio Arzobispo y
expulsarlo al destierro, por negarse a acatar el fallo de los
tribunales, lo que habría significado el fin del apoyo de los
conservadores más tradicionalistas y clericales, además de un escándalo
de antología. Buscando zafarse de la incomodidad, entonces, por
intermedio de Varas el gobierno solicitó a los dos clérigos y al
expulsado sacristán, de retirar sus demandas contra el deán y así dejar
sin efecto el fallo. Así lo hicieron, para mediana tranquilidad del
Palacio de la Moneda, pero el daño ya estaba hecho.
La Cuestión del Sacristán,
que en otras circunstancias probablemente ni siquiera habría ocupado
registros históricos, tuvo enormes consecuencias políticas: puso fin al
largo período transicional entre pelucones y conservadores que hemos señalado, dejando sentada ya la militancia y la agrupación de fuerzas que definieron al partido conservador para el resto de su existencia, de base religiosa e inspiración eclesiástica.
Muchos conservadores reclutados en las simpatías con el Arzobispo, entonces, abandonaron el gobierno y se atrincheraron en este partido conservador,
agrupación que no era otra cosa que el propio conservadurismo histórico
reafirmando sus principios más tradicionales y clericales. Fueron don Manuel Antonio Tocornal y don Antonio García Reyes quienes impulsaron la fundación del nuevo conglomerado, entre 1856 y 1857.
En
resumidas cuentas, el partido propició la relación política -estrecha e
indisoluble- con la Iglesia, junto con el presidencialismo y el
liberalismo económico, presentando ciertas semejanzas conceptuales con
los sectores más aristocráticos y tradicionalistas dentro de los
principales partidos de derecha chilenos de nuestra época, por mucho que
estos hayan logrado superar ya los tiempos de simbiosis con las
cuestiones eclesiásticas.

A
la izquierda, propaganda electoral de Matta, Gallo y sus aliados
constituyentes, como candidatos parlamentarios. A la derecha un típico
minero chileno del Norte Chico del siglo XIX.
SURGIMIENTO DEL PARTIDO NACIONAL Y LA REVOLUCIÓN CONSTITUYENTE
El
alejamiento de las masas conservadoras del gobierno, trajo como
consecuencia un acercamiento con las fuerzas liberales que tan
marginadas y golpeadas había quedado en los últimos años. Esta
aproximación sería la base de lo que después fue una fusión partidista
de objetivos electorales, que veremos más abajo.
El grupo conservador que permaneció leal a Montt, sin embargo, se agrupó en torno a un nuevo conglomerado: el partido nacional, conocido como el partido monttvarista
por su inspiración y lealtades a las figuras de Montt y Varas, sus
precursores. Fue creado a fines de 1857 y en su manifiesto participaron
Diego José Benavente, Borja Huidobro y Domingo Matte.
El monttavismo era, por el contexto histórico, la Némesis del también recién creado partido conservador. A diferencia de los otros pelucones-conservadores,
fundados en la Iglesia y en el tradicionalismo clerical, los nacionales
eran de carácter más laico y práctico, fomentando la tolerancia
religiosa pero más bien sometida al poder del Estado. Tan importante
para el monttvarismo era esta identificación, de hecho, que recurrieron a un eslogan que evocara esos mismos principios pelucones, para hacerlos propios: "Libertad dentro del orden".
Empero, vimos ya en los primeros bosquejos de partidos
que aquellos grupos ordenados en torno a apellidos, es decir,
respondiendo a esquemas y proyecciones personalistas, suelen ser de
corta duración o bien terminan obligándose a replanteamientos profundos
para perdurar políticamente con alguna chance de permanecer en el poder.
Respondiendo a esta lógica, los nacionales iban a levantar la
candidatura de Varas para suceder a Montt, situados -sin saberlo- ya en
el fin de la llamada República Conservadora que siguió a la decisiva
Batalla de Lircay.
Coincidió
que Montt tuvo enfrente un último gran obstáculo para la estabilidad
nacional: el alzamiento de los constituyentes, en la Revolución de 1859,
sorprendente e interesante movimiento de Copiapó surgido del
descontento con el estado en que el centralismo mantenía a esa rica zona
argentífera y de su deseo de desahuciar la Constitución de 1833.
El
alzamiento fue impulsado por intelectuales e influyentes hombres
cercanos al liberalismo, como Manuel Antonio Matta, Isidoro Errázuriz y
los hermanos Pedro León y Tomás Gallo Goyenechea, aunque no contaron
con el apoyo de muchos de los liberales de Santiago, ya medianamente
pacificados con el gobierno. Matta y Vicuña Mackenna dirigían también un
periódico liberal titulado "La Asamblea Constituyente", que exigía la
pronta reforma constitucional, quizás la bandera más visible de los
revolucionarios.
Para
poner en contexto, el regidor de Copiapó, Pedro León Gallo, había sido
bajado de su cargo por el Intendente José María Silva, en respuesta a
sus reiterados reclamos de autonomía para la provincia, generando un
gran estallido local de malestar contra el gobierno. Los primeros
movimientos que anticipaban la revolución comienzan a sentirse en
noviembre de 1858, con la formación de una milicia llamada Los Constituyentes,
que exigían la elaboración de una nueva Constitución Política que
respetara los intereses de las provincias, especialmente la suya. El
grupo, dirigido por Pedro Pablo Zapata, se tomó pacíficamente un cuartel
de policía local, el 5 de enero del año siguiente, haciendo huir a
Silva Chávez y colocando a Gallo como intendente revolucionario, previa aprobación de una asamblea ciudadana.
Su afán autonomista era tal, que alzaron como símbolo una bandera de paño azul con estrella amarilla, hoy símbolo regional de Atacama, e hicieron acuñar sus propias monedas de circulación provincial,
muy cotizadas por coleccionistas en nuestra época. Después, el
alzamiento encontraría ecos en San Felipe, Valparaíso y Concepción, por
lo que urgía una respuesta del gobierno, que rápidamente aumentó las
filas del Ejército desde cerca de 3.000 hombres a unos 7.000, para ir a
hacerles frente.
Sabiendo
que debía avanzar hasta La Serena para asegurar posiciones, Gallo y su
ejército de mineros y milicianos atacameños marcharon hacia el Sur,
enfrentándose el 14 de marzo con Silva Chávez y sus fuerzas militares en
la sorprendente Batalla de Los Loros, donde los revolucionarios
derrotaron al Ejército de Chile, ni más ni menos, obligándolo a
replegarse hacia Coquimbo y a ceder la ciudad, embarcándose hacia suelo
seguro.
Sin
embargo, tras este epopéyico episodio de la historia militar, los
constituyentes y su romántica cruzada acabaron siendo derrotados por el
Ejército el 29 de abril, en la Batalla de Cerro Grande, que puso fin al
épico alzamiento y obligó a los cabecillas de la revuelta a escapar a
Argentina.
A
pesar de la derrota, los valientes y aventureros constituyentes se
anotaron una pequeña victoria política: tras la propuesta para la
candidatura presidencial de Varas, el ministro y militante nacional, en
una enorme prueba de sensatez y de patriotismo, previendo las
complicaciones políticas que provocaría aceptar tal desafío y habiendo
palpado hasta dónde habían llegado las confrontaciones, declinó a la
posibilidad a pesar de las grandes probabilidades que tenía de ganar en
las urnas. Pocas veces se ha visto en la historia de las artes políticas
-tan sectarias y egoístas por su propia esencia- un acto más generoso y
altruista.
Con
la renuncia de Varas a la postulación presidencial, entonces, fue
reemplazado por el candidato José Joaquín Pérez Mascayano, levantado
también por el partido nacional. Su elección puso fin a la República Conservadora, cuando asumió el 18 de septiembre de 1861.

Monedas de Copiapó, acuñadas durante la Revolución de los Constituyentes de 1859. Museo del Banco Central.
J. J. PÉREZ VUELVE LA ESPALDA A LOS NACIONALES. LA FUSIÓN LIBERAL-CONSERVADORA Y EL SURGIMIENTO DEL PARTIDO RADICAL
Sin embargo, los tiempos seguían cambiando, y J. J. Pérez optó por no gobernar con sólo el partido nacional que lo proclamó, sino también con el partido conservador y el partido liberal,
con Manuel Alcalde capitaneando el gabinete. Conservadores y liberales
trabajando unidos, habría sido algo impensable en otros años.
Más
aún, profundizando su orientación, en 1862 los nacionales quedaron
penosamente apartados por una insólita vuelta de espalda del mandatario,
quien prefirió permanecer sólo con liberales y conservadores en su
círculo. Se cree que esta decisión podría haber sido un castigo a
presiones de nacionales por tener la primacía o bien a los conflictos
que provocaban con el resto de las fuerzas de gobierno.
Por otro lado, desde 1858, liberales y conservadores estaban asociándose en lo que sería llamada la Fusión Liberal-Conservadora,
primera coalición electoral de partidos políticos y que se mantuvo
estable hasta 1873, pasado ya el Gobierno de J. J. Pérez. Su principal
objetivo parecía haber sido complicarle el gobierno a Montt, en una
primera lectura, aprovechando su mayoría en el Congreso. Por ejemplo, en
esos días el Senado se negó a discutir la Ley de Presupuestos,
exigiendo primero la existencia de un ministerio que diera garantías
electorales.
En
pocas palabras, la fusión correspondió a una sociedad estratégica
ejecutada más por el afán de supervivencia y de conquistas electorales
que por afinidades ideológicas entre estos adversarios, en otro
complicado período que describiremos acá. Recordemos que estos liberales
habían surgido de la mutación de un bando pelucón, el del filopolita Vial, separado del Gobierno de Bulnes en 1846, mientras que los conservadores eran el grupo pelucón separado del Gobierno de Montt una década después, por el escándalo de la Cuestión del Sacristán.
Esta clase de sociedad entre partidos en apariencia inconciliables
entre sí, por cierto, es algo que se ha repetido varias veces en la
historia política de Chile, y que aún podemos ver vigente en las
alianzas electorales y gubernamentales que aparecieron después del
retorno de la democracia en Chile.
Cuando
el Presidente Pérez opta por apartar a los nacionales y comenzar a
gobernar sólo con la fusión, intenta distender el inminente clima de
confrontación dejando atrás las antiguas contiendas heredadas de pelucones contra pipiolos y de conservadores clericales contra conservadores seglares,
dictando leyes de amnistía que, a diferencia de las anteriores,
favorecían a los que se encontraban desterrados, viviendo en el exilio.
El Ministro de Interior y de Relaciones Exteriores fue Tocornal, el mismo fundador del partido conservador y a la sazón uno de sus máximos jefes.
No obstante, el partido nacional
se quedó en la oposición tras el desaire del presidente, que algunos
estimaron una verdadera traición y otros una medida necesaria para
evitar un nuevo conflicto violento. Esto dejó al conglomerado en
desventaja frente a las elecciones parlamentarias de 1864, casi a la
deriva, ganando la mayoría de los escaños la Fusión Liberal-Conservadora, lo que fue celebrado por el gobierno.
Poco
a poco, paladeando las ventajas de su posición mayoritaria en el
Legislativo, comenzó a crecer la tentación por apagar a los nacionales y
ejecutar venganzas políticas por parte de liberales y conservadores,
recurriendo a recursos a veces arteros y sin consulta o aprobación del
gobierno. Incluso llegaron al acto de formular una acusación
constitucional contra la Corte Suprema en la Cámara, que estaba siendo
presidida por el ex Presidente Montt. Para bien de la institucionalidad
chilena, ésta fue rechazada por el Senado.
También
hubo problemas interiores al gobierno, resistencias entre ambos grupos
de la fusión a cederle más terreno al otro, tanto en la distribución de
los cargos como en la promulgación de leyes. A pesar de esto, fue
imponiéndose el bando liberal, por lo que la administración avanzó hacia
esa tendencia. No por nada se ha llamado al período encima como la
República Liberal, pues, de la que los conservadores que dominaron el
tramo anterior eran ahora sólo unos invitados estratégicos.
Pero
un sector de los antiguos liberales y de los jóvenes exaltados de los
tiempos de Bulnes, convencidos de que la fusión no iba a ser positiva
para la agenda liberal y muy influidos por Matta, los hermanos Gallo y
otros caudillos de la epopeya constituyente, se agruparon en un nuevo
referente a partir de 1863, dando inicio hacia los últimos días de ese
año, a lo que será el partido radical.
Ya
retornado a Chile gracias a la amnistía, Gallo presentó los objetivos
radicales como los siguientes: fomento a la educación laica,
restricciones al poder del Ejecutivo, libertad y amplitud electoral,
reforma constitucional y descentralización del poder
político-administrativo favoreciendo la autonomía provincial. La Primera
Asamblea Radical Electoral fue realizada en Copiapó, la misma ciudad
escenario de la revolución constituyente.
Coincidía
este período con el del surgimiento de la clase media en Chile, ubicada
entre la aristocracia terrateniente y los plebeyos de estratos
populares. Gestada por el desarrollo del comercio, el aumento de la
instrucción pública y las industrias, esta nueva clase no tardó en
sentirse representada por los radicales. Salvo por los acaudalados
empresarios mineros Gallo, la mayoría de sus dirigentes eran
intelectuales y hombres públicos de clase media y hasta baja.
También
fueron capaces de atraer a los sectores anticlericales con su discurso,
quizás como nunca antes y posiblemente por el trasfondo sectario que
siempre acompañó a los radicales, más allá de las cuestiones ideológicas
puntuales, pues es sabido su histórico nexo estrecho con la masonería.
Lamentablemente, el tono excesivamente confrontacional de los radicales
en contra del clero, a veces perdiendo el foco político, con frecuencia
obró en su contra ante la ciudadanía.
No obstante lo anterior, muchos sentimientos anticlericales despertaron después del trágico Incendio de la Compañía de Jesús
del 8 de diciembre de ese año 1863, al volcarse las iras por las más de
2 mil muertes del siniestro y acusarse la falta de precaución de los
jesuitas. A la sazón, además, la Iglesia no perdía ocasión sirviendo de
propaganda para el gobierno, sabiendo que sus aliados conservadores
estaban de ese lado.
Por su naturaleza, el partido radical
se ubicó en la oposición a Pérez, considerando que sus propuestas
liberales eran demasiado tibias y estériles, sin dejar de fustigar la
asociación con los conservadores. Numerosas publicaciones en la prensa
manifestaban su ideario y reimpulsaron los Clubes de la Reforma, pero su falta de pensamiento estratégico no les permitió anticipar que era sólo cosa de breve espera para que la Fusión Liberal-Conservadora terminara dándole paso a un gobierno auténticamente liberal.
Sucedió
también que, en 1865, una ley explicativa de la Constitución Política
aclaró que los católicos podían fundar sus propias escuelas y ejercer su
culto en lugares privados, lo que redujo el ámbito de la Iglesia como
religión oficial del Estado y comenzó a poner fin al hibridismo
gubernamental con el conservadurismo.
Ladinamente,
sin embargo, después de haber asegurado ya reelección de J. J. Pérez en
el mando, los oficialistas promulgaron también la restricción a las
reelecciones de presidentes. También derogaron las leyes del Gobierno de
Montt destinadas a controlar y reprimir las rebeliones y los brotes de
revueltas sediciosas.

Palacio de la Moneda y parte del Ministerio de Guerra y Marina, 1880-1890.
ÚLTIMOS AÑOS DEL GOBIERNO DE J. J. PÉREZ. PLENITUD LIBERAL DEL GOBIERNO DE ERRÁZURIZ ZAÑARTU
Pero no fueron sencillas las cosas durante el segundo período de J. J. Pérez. Si bien la Fusión Liberal-Conservadora
se prolongó hasta el final de su gobierno, las diferencias, los dogmas y
la falta de entendimiento de las realidades políticas, obraron muchas
veces en forma perjudicial.
En
el campo diplomático, por ejemplo, el timoneo de los fusionados estuvo
lejos de ser positivo. Los contagiados de un americanismo delirante y
casi suicida, propiciaron la declaración de guerra contra España en
1865, como dijimos para "solidarizar" con Perú por la toma de las islas
Chincha por parte de la flota peninsular, agresión que fue torpemente
interpretada como un intento de "reconquista" de América y cuando Lima
aún no hacía su propia declaratoria, la que hasta quiso postergar y
eludir al ver la dura reacción de los hispanos. También se precipitaron a
firmar el Tratado de 1866 con Bolivia, que arrojó el litigio por la
posesión del territorio del Desierto de Atacama a una formidable y
viciosamente experimental madeja enredada, con el condominio territorial
y la repartición de las ganancias, que a la larga resultaron en un
tormentoso fracaso.
Paralelamente,
la espantosa misión de Lastarria a Buenos Aires para conseguir apoyo
argentino a favor del Perú, se inscribió en uno de los dislates más
absurdos y desastrosos de toda la historia diplomática chilena, al
ofrecer el enviado por su cuenta -y excediendo sus facultades-
territorio chileno de Magallanes para que el Presidente Bartolomé Mitre
accediera a su petitorio, en plena disputa territorial entre ambas
naciones. Aunque Mitre se negó terminantemente a entrar a la alianza y
le dio el portazo en la cara, sentó desde allí las nuevas bases del
reclamo territorial argentino sobre la región magallánica, del que nunca
retrocedió. Lastarria incluso había llegado a la aberración de intentar sabotear la colonia chilena en Magallanes, durante sus funciones legislativas, convencido de que era mejor el sacrificio que la enemistad con la vecina nación.
A
diferencia de los radicales, además, los liberales del gobierno habían
ido perdiendo su ímpetu y energía, allanándose a políticas de acuerdos y
a ceder en parte de sus propósitos a pesar de tener la ventaja.
Mientras los primeros sostenían un discurso abiertamente antirreligioso,
los liberales preferían guardar las apariencias y optar por la
convivencia, tolerando el clericalismo de sus debilitados socios
conservadores. Fue inevitable, entonces, que en la oposición los
radicales comenzaran a acercarse a los nacionales y levantaran juntos la
candidatura de José Tomás Urmeneta, para competir con la de Federico
Errázuriz Zañartu que iba por el lado del oficialismo de la fusión,
luego que ésta perdiera la oportunidad de llevar a Tocornal, al fallecer
súbitamente el ministro.
Errázuriz
ganó las elecciones y asumió el 18 de septiembre de 1871, ya sin
posibilidad de reelección gracias al cambio de la legislación electoral.
Sin embargo, la Fusión Liberal-Conservadora que lo llevó a La
Moneda, se encontraba en sus últimos años de existencia, exhausta y
aproximándose hacia el final de una sociedad desgastada que ya no era
útil a la parte más fuerte.
Las
diferencias profundas entre liberales y conservadores, además, ya no
permitían seguir prolongado un pacto con el sacrificio de una parte de
las agendas de cada uno, especialmente en materias relacionadas con la
posición eclesiástica, llamadas cuestiones teológicas en su
momento. La Iglesia aún dominaba varios estamentos imponiéndose al
pensamiento laico, por lo que liberales y radicales coincidían en pedir a
coro que todo lo relativo a la administración pública fuese apartado
del clero, para escándalo de los conservadores: separación del Estado,
eliminación del fuero eclesiástico, matrimonios laicos, sometimiento de
los religiosos a la justicia civil y hasta habilitación de cementerios
no religiosos.
El
otro gran punto de discrepancias en el seno de la fusión, había sido lo
relativo a las políticas de educación. Los conservadores habían
resistido la entrada de ramos como las ciencias naturales, por
considerarlos enfrentados al creacionismo religioso. Eran, pues, los
tiempos en que comenzaba a expandirse el darwinismo. Además, para
garantizar la existencia de colegios vinculados a congregaciones
religiosas, habían exigido que el Estado no tuviese el monopolio de los
títulos, ni impidiera fundar colegios particulares.
Las
leyes de libertad educacional decretadas por Errázuriz y promovidas por
el secretario de educación don Abdón Cifuentes, intentando calmar a los
conservadores, desgraciadamente no llegaron a los resultados esperados:
los colegios particulares abusaron de su libertad de tomar exámenes y
otorgar títulos, debiendo ser derogadas y costándoles el cargo al
ministro.
El descrito bochorno sería lo que detonó la decisión de terminar con la Fusión Liberal-Conservadora
y optar por un gobierno armado únicamente de espíritus liberales,
consolidando la República Liberal. El conservadurismo, entonces,
prácticamente acabó desalojado del poder recibiendo la misma moneda de
pago que antes le había tocado a los nacionales, con Pérez. Nacía, a
partir de ese momento, la que sería llamada después la Alianza Liberal, consumándose así un largo anhelo del partido liberal, miembros radicales y sus simpatizantes.
A
pesar de todo, el avance del liberalismo en el gobierno de Errázuriz a
partir de este episodio, fue mesurado y gradual, no cayendo en la
tentación de las reformas violentas sin evaluaciones ni adaptación. Se
limitaron las atribuciones del Poder Ejecutivo y se ampliaron las del
Legislativo; se cambió el sistema de voto de lista completa por el de
voto acumulativo, garantizando la representación de las minorías. El
fuero eclesiástico se acabó con el Código Penal y la Ley Orgánica de
Tribunales. También se creó el espacio laico o disidente dentro de los
cementerios católicos.
En
cuanto a la diplomacia, el que Errázuriz haya colocado en el Ministro
de Relaciones Exteriores y Colonización a un hábil defensor como Adolfo
Ibáñez Gutiérrez, logró contener y revertir años de políticas fallidas y
entreguistas por parte de La Moneda, permitiendo salir momentáneamente
del caos del Tratado de 1866 con Bolivia gracias a uno nuevo, firmado
entre ambas naciones en 1874, y dar una fuerte defensa de los derechos
territoriales chilenos frente a las reclamaciones argentinas, como
quizás nunca antes se habían planteado, lo que causó gran alboroto y
preocupación en Buenos Aires.
Los
radicales, por su lado, se sintieron tentados a apoyar al gobierno en
esta etapa, pero cuando advirtieron que las reformas electorales no
incluían sus exigencias para el Senado y las Municipalidades, regresaron
a la oposición, pidiendo modificaciones más profundas a las
legislaciones.

Plaza de Armas hacia 1850, con el Portal Tagle al fondo, lado derecho.
CANDIDATURA DE VICUÑA MACKENNA. PRESIDENCIA DE ANÍBAL PINTO Y ESTALLIDO DE LA GUERRA DEL PACÍFICO
Cuando
correspondió presentar a los candidatos presidenciales que debían
suceder a Errázuriz, el conservadurismo y el clero estaban en abierta
actitud confrontacional y hostil hacia los liberales, escandalizados por
el avance de sus propuestas y reformas.
Los
liberales, por su lado, estaban indecisos entre dos destacados miembros
de sus filas: Miguel Luis Amunátegui y Aníbal Pinto Garmendia, siendo
proclamado este último, finalmente, en un grande y novedoso despliegue
del partido liberal que hoy llamaríamos lanzamiento de candidatura.
Sin embargo, una nueva colectividad política había surgido en el intertanto: el partido liberal democrático,
fundado ese mismo año de 1876 y que levantaba la candidatura de don
Benjamín Vicuña Mackenna, liberal de larga trayectoria que había
adquirido popularidad por su trabajo intelectual y por su paso por la
Intendencia de Santiago, revolucionando el aspecto ornamental de la
ciudad y creando, entre muchas otras cosas, el paseo del Cerro Santa Lucía.
Sin embargo, como había sucedido otras veces ya, el partido liberal democrático
respondía a ese modelo de conglomerado destinado a existir sólo
mientras lo hiciera la personalidad en torno a la cual surgía con una
pretensión electoral, en este caso la de Vicuña Mackenna. Así, a pesar
de la enorme popularidad del ex intendente, el partido liberal democrático desapareció con la misma rapidez que había nacido.
El
triunfador de las presidenciales fue Aníbal Pinto, por representar la
continuidad del gobierno. Asumió el 18 de septiembre de 1876. Era un
hombre de tradición liberal remontada a su padre, el General Francisco
Antonio Pinto, uno de los presidentes pipiolos.
Respondiendo
más a la camaradería que a los méritos de su hoja de vida, el
mandatario también llamó a Lastarria para ocupar el Ministerio de
Interior, con lo que reafirmaba el camino decididamente ideológico que
iba a adoptar la Alianza Liberal del gobierno. La leyenda dice que Lastarria incluso hizo retirar con asco un retrato de Portales donde aparecía con la Constitución de 1833 en las manos, al conocer su sala de despacho y ver el cuadro.
Lamentablemente
para Pinto, sus propósitos de establecer un camino seguro de reformas
liberales se vería frustrado con el agravamiento de la crisis
diplomática con Bolivia, por la cuestión de Atacama, y con Argentina,
por la Patagonia. No obstante, toda la determinación y la actitud
enérgica que muchos quisieron ver en el presidente en sus primer par de
años de gobierno, se desvanecieron en una personalidad
extraordinariamente débil y casi pusilánime ante el complicadísimo
escenario internacional, cerrándose a aceptar la realidad de la
situación chilena y dilatando peligrosamente algunas situaciones que
requerían de decisión y plena fortaleza.
Coincidentemente,
en 1878 se había realizado la Gran Convención Conservadora, destinada a
reunir a representantes de todas las provincias para la creación de un
nuevo lineamiento y plan de acción del partido conservador,
condenado a ser oposición. Entre otros puntos, confirmaron como
objetivos la libertad electoral, la libertad de la Iglesia, la
descentralización político-administrativa, la eliminación de los
internados fiscales, la apertura a la educación secundaria y superior
pagada, y la completa libertad educacional. Fue una gran actualización
del partido a la realidad de la sociedad de entonces, como puede verse,
convirtiendo estos propósitos en su programa de batalla electoral.
Al
estallar la Guerra del Pacífico luego de la violación boliviana del
Tratado de 1874 y la consecuente ocupación chilena de Antofagasta en
febrero de 1879, seguida de la declaración de guerra de La Paz y la
puesta en activación de su alianza con Perú, la actividad política quedó
prácticamente paralizada y en tregua interna, salvo por algunos
cucalones que pretendieron cortar para sí los laureles de los campos de
batalla, esperando obtener dividendos para sus intereses mezquinos.
En
estos primeros meses de conflicto, se envió a José Manuel Balmaceda
como plenipotenciario a Buenos Aires, buscando garantías de no
involucramiento de Argentina en el conflicto del Pacífico (el país tenía
en espera la entrada a la Alianza con Perú y Bolivia, de hecho),
mientras que Lastarria fue enviado a Brasil para conseguir también algún
compromiso de neutralidad, a pesar de su pésimo historial en la
diplomacia.
En
términos generales, sin embargo, la Guerra del Pacífico había
sorprendido a Pinto y al gobierno en complicados momentos para la
convivencia de los partidos políticos en Chile. Hasta hacía poco, los
conflictos realmente estaban escalando entre ellos y casi se sentía el
peligro de otro estallido de confrontación material. Afortunadamente
para el interés nacional, estos partidos fueron capaces de poner a un
lado sus mezquindades y suspender sus disputas, a diferencia de lo que
ocurrió en el mismo período con Perú y Bolivia, afectando su estabilidad
y su desempeño durante todo el conflicto.
No
obstante, al terminar la guerra se volvió a encender fuego en las
arenas de la deliberación y de la lucha política en Chile, llegándose a
otra trágica pero singular confrontación a muerte entre dos poderes del
Estado.

Combate Naval de Iquique, 1879. La Guerra del Pacífico sorprendió al gobierno en complicados momentos para el partidismo.
SANTA MARÍA A LA PRESIDENCIA. LOS FRAUDES ELECTORALES
Tras
la ocupación chilena de Lima, en 1881, muchos insensatos e ilusos
creían que las guerrillas de montoneras que se habían refugiado en la
sierra peruana se irían extinguiendo prácticamente solas, permitiendo
llegar a un acuerdo de tregua con el país incásico. Sin embargo, lo
cierto es que las batallas se iban a prolongar dos largos años más,
antes de cualquier posibilidad de acuerdo.
En
este lapso engañoso sobre el curso de la guerra, los liberales
levantaron ahora a Domingo Santa María para la continuidad presidencial,
al aproximarse el fin del Gobierno de Pinto. Su ascenso a esta
posibilidad es objeto de interpretaciones controvertidas, pues se ha
propuesto que había sido colocado en el Ministro del Interior de Pinto
con una intención especialmente electoral ya en 1879, iniciada la guerra
y siendo bajado de esta cartera Antonio Varas, al parecer aprovechando
la polémica por la captura del "Rímac" por parte del monitor "Huáscar",
por entonces aún al servicio de la Marina de Guerra de Perú.
Los
conservadores intentaron hacer frente a la adversidad levantando la
candidatura del General Manuel Baquedano, héroe de la Guerra del
Pacífico que había retornado recientemente al país, por sus diferencias
con los mandos y las interferencias de los políticos en las decisiones
militares. Su prestigio era tal que incluso liberales se mostraron
tendientes a apoyarlo, por lo que el gobierno decidió jugarse el todo
por el todo con Santa María, que contaría con el voto de liberales,
radicales y nacionales para aquellas elecciones de votación censitaria.
Sin
embargo, Baquedano carecía de ambiciones políticas, bajándose de la
candidatura poco antes de las elecciones, por lo que Santa María acabó
corriendo solo. Influyó en la formación de tan extraño escenario,
además, la denuncia de una intervención electoral, hecha pública por
Carlos Walker Martínez y comentada en su obra "Historia de la
Administración Santa María" (1888):
Desde
Copiapó a Ancud, este primer acto electoral no fue más que una indigna
chacota. Se llegó hasta falsificar a los muertos para obligarlos desde
su sepulcro a ejercitar el derecho de los vivos en las juntas de los
mayores contribuyentes que, por cierto, no eran tantos que permitiesen
sin gravísimo escándalo cometer el fraude oficial. Si algún elector tuvo
el valor de alzar su protesta contra tan inicuos procedimientos, no
faltaron en el acto los testigos, jureros del oficio, mandados ad hoc
por la autoridad local para probar que el vivo era el muerto, el muerto
se había convertido en vivo. Hubo departamentos de Putaendo, donde
aparecieron eliminados contribuyentes que pagaban más de tres mil pesos
anuales, para ser reemplazados por miserables ROTOS, sirvientes del
gobernador, o inquilinos modestísimos de siete pesos veinte centavos. Se
rodearon de fuerza armada las salas municipales para dejar libertad a
los criminales y se abrieron las cárceles para encerrar a los que
protestaban del crimen; se escondieron o se falsearon las listas
presentadas de antemano por los tesoreros para evitar que pudiesen
aparejarse convenientemente y oportunamente las reclamaciones legales
que de ellas se desprendían; se hizo lujo, en fin, de todo cuanto abuso
puede ocurrirse para llevar adelante el propósito de burlar los derechos
del pueblo por medio del fraude, de tal suerte que la campaña se dio en
toda la línea con una armonía digna de mejor causa y con un éxito tan
completo que no tuvo más que un defecto, el de ser excesivamente bueno.
El
victorioso Santa María asumió el mando el 18 de septiembre de 1881. En
esencia, el nuevo gobierno sería liberal en sus propósitos, pero se le
criticó por algunas actitudes dictatoriales e intervencionismos
electorales que estuvieron muy lejos de los principios de aquel ideario.
Alberto
Edwards, en "La fronda aristocrática" (1928), ve el debilitamiento
irreversible del presidencialismo en este período, que describe de la
siguiente manera:
El
equilibrio entre el poder presidencial y la influencia de los círculos
oligárquicos, se inclinó alternativamente de uno a otro lado, durante la
segunda etapa de la República en forma. Estos vaivenes parecían
responder más bien al carácter de los mandatarios que a transformaciones
reales en el espíritu público: Errázuriz dominó sin contrapeso; con
Pinto se estuvo a los bordes de la anarquía parlamentaria; bajo Santa
María fue restaurado el absolutismo del poder; pero ya en los
postrimerías de su Gobierno, este último Presidente pudo ver acumularse
los elementos de una nueva fronda, que iba a producir el derrumbe de la
autoridad en provecho de la oligarquía.
En
la misma clase de denuncias, el fraude de la elección parlamentaria
para el Congreso de 1882 fue tan obsceno, de hecho, que el electorado no
logró ni un solo asiento. Aunque era esperable el vicio en un sistema
de democracia restringida y voto censitario, nadie fuera de los corrales
liberales participó de aquella temporada parlamentaria, para ser más
precisos, lo que garantizó a Santa María un poder prácticamente
omnímodo.
Un
dato curioso es que, en aquellas elecciones, la Sociedad Escuela
Republicana, las mutuales y algunos grupos de obreros y artesanos,
impulsaron otra vez las llamadas candidaturas obreras, con
representantes que hoy estimaríamos más cercanos a la izquierda, aunque
por el contexto de época todavía más vinculadas al liberalismo. Empero,
como había sucedido también en 1882, no consiguieron ningún puesto,
aunque anticiparon la aparición de un primer partido de carácter obrero,
del que ya hablaremos.

Don Benjamín Vicuña Mackenna.
MÁS PROBLEMAS CON LA IGLESIA Y NUEVO FRAUDE ELECTORAL
A
pesar del clima no resuelto ni terminado de la guerra, hubo intentos de
reformas que facilitaron la regulación de las relaciones entre Estado e
Iglesia, durante este gobierno. Aunque suene siniestro admitirlo, había
facilitado mucho las cosas la muerte del Arzobispo Valdivieso unos
meses antes de estallar la conflagración del Norte, proponiéndose por
los liberales al Presbítero Francisco de Paula Taforó para asumir el
cargo vacante, muy afín a las ideas del gobierno.
Sin
embargo, como el propuesto no contaba con las simpatías de
conservadores y clérigos, estos llevaron su protesta a la Santa Sede,
deteniendo el nombramiento y obligando a la intervención vaticana a
través del enviado en calidad de Delegado Apostólico, Monseñor Celestino
del Frate. De carácter adusto y muy poco conciliador, Del Frate se negó
a reconocer el sometimiento de la Iglesia al patronato del Estado y
solicitó a la Santa Sede no cursar el nombramiento, por lo que el
Gobierno de Santa María reaccionó cancelándole las credenciales y, al
verse sin pasaporte, no le quedó más remedio que abandonar el país y
regresar al Vaticano. Las relaciones de Chile con la Santa Sede quedaron
instantáneamente rotas.
Cortados
así los modales entre el Estado y la curia católica, casi como
represalia, Santa María ordenó dar curso a los proyectos liberales de
carácter más ideológico y que habían incomodado siempre a la Iglesia,
por interferir directamente en las cuestiones teológicas.
Favoreció esta intención la composición totalmente liberal del Congreso
Nacional, gracias al ya comentado fraude de la última elección.
Así,
para 1884, año en que concluyeron las hostilidades de la Guerra del
Pacífico, en que también falleció Pinto y ya habían retornado las
fuerzas chilenas desde Lima, ya estaban aprobadas la construcción de los
cementerios laicos, la prohibición de enterramientos en templos, la
institución del matrimonio civil, la creación del registro civil para
reemplazo del archivo bautismal, la ley de garantías individuales, las
limitaciones al poder del Ejecutivo y la ampliación orientada hacia el
sufragio universal, entre otras medidas.
No
hubo acuerdo entre los parlamentarios, sin embargo, en cuanto a separar
definitivamente la Iglesia del Estado, preservándose sólo el patronato
de este último sobre la primera.
A pesar de todo, Santa María no logró retener en el oficialismo a grupos liberales sueltos, conocidos como luminarias o disidentes,
llamados así porque rompieron con el gobierno enfurecidos por los
comportamientos dictatoriales y despóticos del mismo. Lastarria, dando
oportunidad a otro de sus pocos aciertos en su vida política, también se
pasó a este bando disidente.
Santa
María también acabó enemistándose más con los radicales, que
abandonaron el gobierno en su mayor parte. Además, su distancia con los
conservadores se profundizó peligrosamente con el muy poco disimulado
fraude electoral propiciado por el gobierno para las elecciones
parlamentarias de 1885. Fue tan evidente otra vez, que sólo cinco
parlamentarios conservadores pudieron obtener escaños, mientras que todo
el resto del Congreso era liberal.
Era
tal el afán de intervenir el proceso y de impedir que la oposición
detuviera estas metidas de manos, que el gobierno hizo retirar cajas de
papeletas con sufragios y contrató a matones armados de porras y
macanas, llamados por lo mismo garroteros, que protagonizaron
varias escaramuzas en aquella jornada con los denunciantes. Se cuenta
que la filtración de un telegrama de Balmaceda alentando una de estas
intervenciones electorales, de hecho, fue lo que le costó la renuncia al
Ministerio de Interior, ese mismo año.
Sin
embargo, careciendo de más candidatos ante la creciente oposición,
liberales y los pocos radicales que quedaron en el gobierno, decidieron
apostar al mismo Balmaceda para las presidenciales que se venían. En
esos momentos, los radicales disidentes y los liberales sueltos
estudiaban proponer como candidato a José Francisco Vergara, mientras
que los nacionales ya se definían por Francisco Aldunate, pero no
pudieron ponerse de acuerdo en la convención realizada con el propósito
de levantar un nombre único para los opositores. En este escenario, los
nacionales se reclutaron también del lado de Balmaceda.
En
un último y desesperado intento por frenar la continuidad del gobierno,
los pocos parlamentarios opositores de la Cámara pusieron a prueba sus
dotes de oradores y sus liderazgos, intentando frenar el despacho de la
ley de contribuciones, que era fundamental para el Ejecutivo. Empero,
cuando el Presidente de la Cámara don Pedro Montt ordenó concluir las
largas discusiones y proceder a la votación, se impuso la mayoría
liberal y así quedó asegurado el gabinete y la candidatura de Balmaceda,
en medio de un clima coronado por los oscuros nubarrones del conflicto,
que iban a llegar a su más cruento desenlace unos años después, aunque
el aparente clima de prosperidad y de expectación no permitía
presagiarlo en ese momento.
Es
probable que Balmaceda no haya sido el favorito de Santa María para
elegirlo como sucesor, pero las circunstancias históricas lo obligaron a
ceder y a depositar en él la continuidad del oficialismo. Haría el
resto el intervencionismo y la manipulación electoral, tradicionales
herramientas usadas por los políticos chilenos del siglo XIX y que
reflejaban ya entonces la desolación de las capacidades éticas de los
grupos de poder y de la competencia salvaje por conquistarlo.
Aunque
tampoco lo sabían aún, el triunfo de Balmaceda en las urnas apoyado por
liberales, nacionales y algunos radicales, y facilitado por la renuncia
de Vergara a su candidatura, iba a marcar el final de la República
Liberal y a sepultar el dominio del partido liberal en la política chilena.

José Manuel Balmaceda.
EL GOBIERNO DE BALMACEDA. ALEJAMIENTO DE LOS LIBERALES Y SURGIMIENTO DEL BALMACEDISMO
Balmaceda
asumió el 18 de septiembre de 1886, pero en muchos aspectos, ya no era
el mismo que hacía unos años. Con mentalidad de hombre de progreso y
patriotismo, el ex integrante de los Clubes de la Reforma y
promotor de importantes leyes secularizadoras, venía armado ahora de una
dosis de realismo categórico conviviendo con su lado de idealismo más
poético y romático.
Profundizando
en el pensamiento del mandatario, su paso como plenipotenciario en
Buenos Aires -constatando allá la agresividad del nacionalismo argentino
de entonces- y como Canciller de Santa María antes de ocupar la cartera
de Interior, habían averiado mucho de los sentimientos americanistas
que siempre lo habían animado en su actuar en sus tiempos de
parlamentario y que provenían, en gran medida, de la influencia del
círculo intelectual y liberal que rodeada a su suegra, doña Emilia
Herrera de Toro, influyente y aristocrática mujer de aquellos años en
cuya hacienda se hacían grandes reuniones de políticos y escritores
convencidos de que Chile debía asegurarse un acercamiento fraterno con
Argentina, incluso renunciando a sus derechos territoriales en disputa.
Balmaceda
también estaba decidido a sentar las bases del desarrollo nacional
mejorando la infraestructura, por lo que su gobierno se caracterizó por
la impronta dejada en las obras públicas, desde la Canalización del Río
Mapocho hasta la construcción del Viaducto del Malleco, en su momento el
puente ferroviario más alto del mundo. También dio curso a la parte más
importante de la profesionalización del Ejército bajo el modelo
prusiano, en vista de las necesidades de suplir muchos problemas
estructurales de la institución que quedaron en relieve durante la
guerra, y de deshacerse también de los elementos de la doctrina
franco-legionaria que ahora eran vistos con resquemor, luego de las
manifiestas inclinaciones de Francia a favor de los aliados.
Muchos
se disputan hoy el origen de sus medidas y obras más aplaudidas: desde
socialistas, que ven en Balmaceda a un antecedente de las políticas de
bien social común, hasta nacionalistas, que consideran al mandatario
como un caso ideal de políticas en favor del interés nacional y de
inspiración patriótica. Y dice el historiador y académico comunista
Hernán Ramírez Necochea en su consultada, alabada y discutida obra
"Balmaceda y la Contrarrevolución de 1891" (1958):
La
actuación política de Balmaceda demuestra que él fue un convencido
liberal; así quedó en evidencia mientras fue parlamentario, Ministro de
Estado y Presidente de la República; de alta significación fue, en
relación con esto, el papel que desempeñó al impulsar y defender las
leyes civiles dictadas cuando fue Ministro de Interior de la
Administración Santa María.
Es
cierto que llegó a la Primera Magistratura a través de la intervención
electoral. Pero, ¿no fue éste el medio por el cual llegaron a sus cargos
todos los presidentes de Chile durante el siglo pasado? Y no sólo los
presidentes, sino también la casi totalidad de los diputados y
senadores. La norma política y las prácticas vigentes hicieron que éste
fuera el camino regular para ocupar las magistraturas electivas. Este
hecho no amengua, por tato, la condición de político sinceramente
liberal que poseyó Balmaceda.
Sin embargo, bajo el Palacio de la Moneda, estaba sembrada ya la bomba de tiempo, que iba a sacrificar la institucionalidad.
Por más que Balmaceda se esforzó en reunir los elementos fracturados del partido liberal
para unificarlos otra vez en un conglomerado sólido y fuerte, para así
concentrar la oposición sólo en los conservadores, sus propósitos
fracasaron estrepitosamente en este campo. Como muchos de los liberales
fueron rompiendo por el gobierno, los leales al presidente se agruparon
en un nuevo referente llamado balmacedismo, que si bien nace en
el comentado esquema de los movimientos y partidos de apellidos o
patronímicos, unos años después se convertiría en el partido liberal democrático.
Muchos
amigos personales de Balmaceda formaron parte de este colectivo más
parecido a una cofradía política, participando incluso de los cargos
ministeriales y secretariales que el mandatario fue llenando con ellos
en los últimos meses, antes de caer ya completamente acorralado por el
enfrentamiento.
Para
tratar de equilibrar fuerzas y estabilizar el gobierno, hacia su último
año de gobierno Balmaceda nombró en reemplazado de Mariano Sánchez
Fontecilla a Ibáñez Gutiérrez, en el Ministerio de Interior, durando
brevemente en él, entre enero y mayo de 1890. Sin embargo, en el
Ministerio de Guerra y Marina puso al General José Velásquez,
designación que se interpretó como un intento de politizar al Ejército.
Cuando terminó el mes de mayo, además, Ibáñez fue reemplazado en
Interior por Enrique Salvador Sanfuentes, medida que iba a tener una
fracasada intención electoral para las presidenciales, como veremos.
A pesar de la inestabilidad del gabinete, los miembros del informal grupo balmacedista
fueron leales hasta las últimas consecuencias con el presidente,
cayendo con él cuando ya no les quedó más salida a la vista que pagar
duramente su fidelidad al gobierno. Sin embargo, a partir de 1892
pudieron extender su vida del grupo y el legado de Balmaceda más allá de
la muerte del mandatario, haciéndolo formalmente en el mencionado partido liberal democrático, que nada tenía que ver con el anterior y del mismo nombre que había nacido para levantar la candidatura de Vicuña Mackenna.
La
crisis ya se hacía insostenible en el peor momento esperable: cuando se
acercaba la renovación del Congreso Nacional. Al respecto, muchos
autores como Ramírez Necochea, han insistido en que la revolución que se
venía era sólo una reacción de la oligarquía y del imperialismo
internacional contra las medidas de protección que Balmaceda trazaba,
por ejemplo, para el salitre chileno, teoría puesta en ciertas dudas por
autores posteriores como Gabriel Salazar, por considerarlas demasiado
reduccionistas y dudar del carácter revolucionario de su gobierno.
El
ardor y el quiebre político parece estar muy relacionado también con la
mala decisión de Balmaceda, de echar mano a la intervención electoral
para asegurarse un Congreso afín al gobierno en las elecciones de 1888,
recurso cuestionable que, sin embargo, hemos visto estuvo presente -en
mayor o menor medida- en muchos de los gobiernos de la República ya
consolidada.
Desde
muchos puntos de vista entre los críticos de Balmaceda, el alejamiento
de los liberales históricos del gobierno, se debió precisamente a que la
actuación del Ejecutivo se había apartado de los principios que estos
habían sostenido, como las limitaciones al poder presidencial y el
rechazo a los regímenes dictatoriales. De esta manera, los liberales
fraccionados y contrarios al balmacedismo, nuevamente priorizando un pensamiento estratégico, buscaron alianza en el partido conservador.
La tormenta se aproximaba, para dejar una mancha roja imborrable en el calendario de efemérides nacionales.

Los cañones del Palacio de la Moneda (Revista "En Viaje", 1964).
EL PARTIDO DEMÓCRATA: UN ANTECEDENTE DEL PARTIDISMO OBRERO
Casi
al mismo tiempo en que todo este caos se precipitaba con su sombra de
muerte y enfrentamiento sobre el Congreso Nacional y el Palacio de la
Moneda, vería la luz y comenzaría a consolidarse en la sociedad el
primer partido obrero de nuestra historia política.
Sectores que habían formado parte de la Sociedad de la Igualdad ya desprendidos del partido liberal y del partido radical, además de miembros de colectivos obreros, formaron lo que se conocería como el partido demócrata o democrático.
No era lo mismo que aquella sociedad ni su continuidad, sin duda, pero
sí recogía mucho de la semilla que había sembrado Bilbao en su momento.
Presidido por Antonio Poupin, el partido demócrata
sería el canal representativo de trabajadores y campesinos a partir de
1887, de la misma manera que el partido radical lo era de la clase
media. Hasta entonces, las clases más modestas sólo tenían como opción
suscribirse al mal menor de sus intereses o bien depositar sus
esperanzas en las candidaturas obreras, más simbólicas que realistas. Esta alternativa era toda una novedad y una dedicatoria para ellos.
Parte
de la motivación de los miembros del partido para dar marcha a sus
programas, se debía a la caída del cambio, que en esos momentos afectaba
el poder adquisitivo de la moneda castigando especialmente a los más
modestos; y también a la masiva llegada y contratación de obreros
extranjeros especializados, que comenzaron a desplazar a los
trabajadores nacionales. De esta forma, pudieron convocar exitosamente a
su primera gran Convención Demócrata en 1889, contando con
personalidades en sus filas como su cofundador don Malaquías Concha
Ortiz, su futuro primer diputado Ángel Guarello, y después al muy joven
Luis Emilio Recabarren, futuro fundador del Partido Socialista Obrero y después del Partido Comunista de Chile. En la ocasión, presentaron también su Declaración de Principios y su Programa de Acción.
Es
preciso comprender que en una sociedad inculta y muy ajena a las
meditaciones sobre sus derechos, como eran los chilenos más modestos e
iletrados de los tiempos de agitación de Bilbao, el ideario igualitario
encontraba más acogida entre intelectuales y novicios políticos que
entre los verdaderos grupos a los que se dirigía tal discurso, fenómeno
que también se ha repetido en nuestra época, con ciertos niveles de
organización que toman para sí banderas de representación izquierdista o
sindical no siempre bien cimentadas en las clases o "bases" cuyos
intereses aseguran hacer suyos. Sin embargo, con el avance de la
educación y la propaganda política en los tiempos de regímenes
conservadores y liberales, se habían ido cultivando paulatinamente en
estos estratos sociales un fundamento para conciencia de clases que
representaba este flamante partido obrero.
El
concepto de la conciencia de clases estaba en pleno desarrollo en el
Chile en esos años, a pesar de que ciertos grupos políticos más actuales
han tratado de apropiárselo como capital histórico propio,
proponiéndolo como un germen suyo depositado generosamente y en tiempos
muy posteriores. También fueron parte de los postulados del partido demócrata
la igualdad de hombres y mujeres, el voto universal, la previsión para
los vulnerables (niños huérfanos, ancianos, enfermos, inválidos, etc.),
el fomento a la propiedad del inquilino y muchas otras banderas de este
proyecto social-libertario y laborista que serían tomadas también por
movimientos muy posteriores.
Sin embargo, entre los errores estratégicos del partido demócrata,
estuvo el haber radicalizado su discurso exigiendo que los destinos del
país fueran dirigidos por las clases más bajas, todavía atrasadas en la
instrucción y en la propia alfabetización, prédica que alarmó y alejó
al grupo de la posibilidad de obtener mejores apoyos entre muchos
elementos que, sin proceder de dichas clases, podían solidarizar o
sentirse representados por su causa.
León Echaíz recuerda y supuesto episodio sucedido en los primeros años de este partido y que revelaba su carácter turbulento originario:
Estalló
en el país una de las huelgas obreras de mayor consideración y, como
era natural, se culpó al partido demócrata de haberla promovido.
El ministro de Interior hace llamar a su despacho al jefe del partido y lo increpa duramente:
- Si no cesa la huelga de inmediato, lo hago fusilar en la plaza pública.
El jefe demócrata protesta consternado:
- Pero sería inconstitucional, señor ministro.
- Pues -responde el ministro- lo hago fusilar inconstitucionalmente.
Por
su naturaleza liberal, sin embargo, otro problema que afectaría
permanentemente a esta colectividad, produciendo movimientos internos y
rupturas, fue la convivencia de sus corrientes intestinas de izquierdas y
centroizquierda con otras que podríamos identificar más bien con la
centroderecha, relación que no siempre fue muy armónica.
De todos modos, durante el conflicto que iba a desembocar en la Guerra Civil, el partido demócrata
estuvo más bien del lado del Presidente Balmaceda, sin renunciar a su
agenda a favor de las clases obreras. Varios otros grupos políticos,
partidos e intentos de partidos se inspiraron de alguna forma en los
principios establecidos por este conglomerado, como el Centro Social Obrero, la Agrupación Fraternal Obrera, el Partido Obrero Francisco Bilbao y el Partido Obrero Socialista, en tránsito ya hacia la izquierda de orientación anarquista y marxista adoptada para el siglo XX.

Ilustración de los fusilamientos de la trágica Masacre de Lo Cañas, basado en el óleo de Enrique Lynch. Fue uno de los hechos más dantescos de la sangrienta Guerra Civil de 1891.
LA GUERRA CIVIL DE 1991 Y EL FIN DE LA REPÚBLICA LIBERAL
Habría
resultado imposible para el gobierno de Balmaceda poder avanzar o
quizás mantenerse en el mando siquiera, con una mayoría opositora en el
Legislativo. Sin embargo, con intervención y todo, las fracciones
quedaron bastante equilibradas para con respecto a lo que algunos
autores estimaban sus proporciones reales: 15 escaños para la oposición
de los 115 que tenía la Cámara de Diputados, algo favorable al gobierno.
Empero,
en poco tiempo y como resultado de la crisis política, muchos de estos
parlamentarios elegidos al alero liberal de Balmaceda, fueron volcándose
contra el gobierno y reclutándose en la oposición, dejando al Ejecutivo
cada vez más solo y cercado, hasta el punto de quedarle muy poca
identidad liberal en su último año. Para 1890, la crisis de gabinete se
había vuelto crónica, contándose ya 15 ministerios caídos.
En
nada contribuyó a la paz la llegada de la hora de elegir sucesor, al
aproximarse ya las elecciones presidenciales. Vimos Balmaceda tenía por
favorito a su ministro Salvador Sanfuentes, con el sectario y reducido
apoyo de los liberales balmacedistas, pues los demás partidos lo rechazaron al unísono, aumentando la distancia de ellos con el gobierno.
Formada
ya la monolítica oposición en el Congreso por los liberales contrarios
al gobierno y los conservadores unidos en su interés de hacer caer al
régimen, echaron mano a otro recurso muy recurrido en la política sucia:
sabotear al gobierno financieramente. Así, cuando llegó la hora de las
votaciones, los parlamentarios se negaron a autorizar el cobro de
contribuciones. En respuesta, sin consultar al Congreso, el Presidente
Balmaceda ordenó que regirían para ese período los mismos montos de la
Ley de Presupuestos del año anterior. Su decreto de marras establecía:
Que el congreso no ha despachado oportunamente la ley de presupuestos para el presente año;
Que
no es posible, que mientras se promulga dicha ley, suspender lo
servicios públicos y la seguridad exterior de la república, decreto:
Mientras
se dicta la ley de presupuestos para el presente año de 1891, regirán
los que fueron aprobados para el año 1890 por la ley del 31 de diciembre
de 1889.
El
primer día de 1891, entonces, el Congreso reaccionó furioso declarando
que, al saltarse de manera evidente los principios y obligaciones
constitucionales, el presidente quedaba "absolutamente imposibilitado para continuar en el ejercicio de su cargo",
conminándolo a cesar de inmediato su cargo. Al mismo tiempo, exigieron
que asumiera en su reemplazado el Capitán de Navío Jorge Montt Álvarez, y
no "Ministros del Despacho y los consejeros de Estado que han sido sus cómplices en los atentados contra el orden constitucional".
En tanto, la pequeña fracción liberal que
aún formaba parte del gobierno, proclamó en Santiago a don Claudio
Vicuña como su candidato presidencial, no obstante que ya era demasiado
tarde para corregir algo con este gesto.
No
corresponde abordar acá los infaustos detalles de la Guerra Civil de
1891, más allá de referirlos dentro del hito histórico que tuvo, a
partir de ese momento, el desarrollo del partidismo político chileno con
el sangriento fin de la República Liberal y el inicio de la República
Parlamentaria.
Para
sintetizar, entonces, los parlamentarios Waldo Silva y Ramón Barros
Luco, presidentes del Senado y de la Cámara de Diputados
respectivamente, dieron inicio a la asonada revolucionaria de 1891 en el
Norte Grande de Chile, con el apoyo de la Armada de Chile y dirección
del Capitán Montt Álvarez. Entre los tres formaron la Junta
Revolucionaria de Iquique. El odio fraticida fue el ardiente impulso que
pareció dominar todo el conflicto, a partir de ese momento: los
fusilamientos, los combates seguidos de ejecuciones y matanzas como la
cruel Masacre de Lo Cañas,
ahogaron en sangre los últimos vestigios de humanidad que quedaban en
la política. Y aunque la mayor parte de la Armada se cuadró con la Junta
y el Ejército con Balmaceda, hubo también cruces y situaciones
sumamente curiosas durante la lid, como el cambio de bando de
escuadrones militares que, para identificarse con los rebelados, se
colocaron sus chaquetones del uniforme volteados, al parecer dando
origen a la expresión "darse vuelta la chaqueta" referida a la
traición o a la deslealtad con una trinchera al más puro estilo Benedict
Arnold en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos.
Así,
tras la sangrienta guerra civil entre el Congreso y el Ejecutivo
decidida en la Batalla de Placilla a favor de los alzados, un destruido y
derrumbado Balmaceda entregó el mando el 29 de agosto de 1891 al
conciliador General Baquedano, quien a su vez lo traspasó a la Junta de
Gobierno dirigida por Montt Álvarez dos días después.
Refugiado
en la Legación de Argentina en Chile gracias su amistad y relación
cercana con el embajador José Evaristo Uriburu, el derrocado presidente
permaneció hasta el mismo día en que habría terminado oficialmente su
mando, suicidándose de un tiro el día 19 de septiembre, no sin antes
dejar su célebre documento conocido como su Testamento Político,
considerado uno de los más elocuentes y dramáticos testimonios de la
historia del pensamiento político en Chile. Decía a los sobrevivientes y
a hombres del mañana, en este visionario manifiesto para la posteridad y
luego de describir detalles del conflicto que acababa de cerrarse en su
contra:
El
Gobierno de la Junta Revolucionaria es de hecho, y no constitucional,
ni legal. No recibió, al iniciarse el movimiento armado, mandato regular
y del pueblo; obró en servicio de la mayoría del Poder Legislativo, que
se convertía también en Ejecutivo; y aumentó la Escuadra, y formó
ejército, y percibió y gastó los fondos públicos, sin leyes que fijaran
las fuerzas de Mar y Tierra, ni que autorizaran el percibo del impuesto y
su inversión; destituyó y nombró empleados públicos, inclusos los del
Poder Judicial; y últimamente ha declarado en funciones a los Jueces y
Ministros de Tribunal que, por ley dictada con aprobación del Congreso
de Abril, estaban cesantes, y ha suspendido y eliminado a todo el Poder
Judicial en ejercicio. Ha convocado, al fin, por acto propio a
elecciones de nuevo Congreso, de municipios y de Presidente de la
República.
Estos
son los hechos. Entre tanto, el Gobierno que yo presidía era regular y
legal, y si hubo de emplear medidas extraordinarias por la contienda
armada a que fue arrastrado, será, sin duda, menos responsable por esto
que los iniciadores del movimiento del 7 de enero, que emprendieron el
camino franco y abierto de la Revolución.
Si
el Poder Judicial que hoy funciona es digno de este nombre, no podría
hacer responsables a los miembros del Gobierno constituido por los actos
extraordinarios que ejecutara compelido por las circunstancias, sin
establecer la misma y aún mayor responsabilidad por los directores de la
Revolución.
Tampoco
en nombre de la Justicia Política, se podría, sin grave error, hacer
responsables de ilegalidad a los miembros del Gobierno, en la contienda
civil, porque todos los actos de la Revolución, aunque hayan tenido el
éxito de las armas y constituido un Gobierno de hecho, no han sido
arreglados a la Constitución y a las leyes.
Si
se rompe la igualdad de la justicia en la aplicación de las leyes
chilenas, ya que se pretende aplicarlas únicamente a los vencidos, se
habrá constituido la dictadura política y judicial más tremenda, porque
sólo imperará como ley suprema la que proceda de la voluntad del
vencedor. Se ha ordenado por la Junta de Gobierno que la justicia
ordinaria, o sea, la que ha declarado en ejercicio por haber sido
partidaria de la Revolución, procese, juzgue y condene como reos de
delitos comunes a todos los funcionarios de todos los órdenes de la
Administración que tuve el honor de presidir, por los actos ejecutados
desde 1° de enero último. Se pretende, por este medio, confiscarles en
masa todos sus bienes, haciéndolos responsables como reos ordinarios de
los gastos de los servicios públicos; y por los actos de guerra, de
disciplina, o de juzgamiento según la Ordenanza Militar, culpables de
violencias personales o de simples asesinatos.
Y después, concluyendo sus últimas reflexiones de vida con todo de despedida, escribiría:
Estoy
fatalmente entregado a la arbitrariedad o la benevolencia de mis
enemigos, ya que no imperan la Constitución y las leyes. Pero Uds.,
saben que soy incapaz de implorar favor, ni siquiera benevolencia de
hombres a quienes desestimo por sus ambiciones y falta de civismo.
Tal es la situación del momento en que escribo.
Mi
vida pública, ha concluido. Debo, por lo mismo a mis amigos y a mis
conciudadanos la palabra íntima de mi experiencia y de mi convencimiento
político.
Mientras
subsista en Chile el Gobierno parlamentario en el modo y forma en que
se le ha querido practicar y tal como lo sostiene la Revolución
triunfante, no habrá libertad electoral ni organización seria y
constante en los partidos, ni paz entre los círculos del Congreso. El
triunfo y sometimiento de los caídos producirán una quietud momentánea;
pero antes de mucho renacerán las viejas divisiones, las amarguras y los
quebrantos morales para el Jefe del Estado.
Sólo
en la organización del Gobierno popular representativo con poderes
independientes y responsables y medios fáciles y expeditos para hacer
efectiva la responsabilidad, habrá partidos con carácter nacional y
derivados de la voluntad de los pueblos y armonía y respeto entre los
poderes fundamentales del Estado.
El
régimen parlamentario ha triunfado en los campos de batalla, pero esta
victoria no prevalecerá. O el estudio, el convencimiento y el
patriotismo abren camino razonable y tranquilo a la reforma y la
organización del gobierno representativo, o nuevos disturbios y
dolorosas perturbaciones habrán de producirse entre los mismos que han
hecho la Revolución unidos y que mantienen la unión para el
afianzamiento del triunfo, pero que al fin concluirán por dividirse y
por chocarse. Estas eventualidades están, más que en la índole y en el
espíritu de los hombres, en la naturaleza de los principios que hoy
triunfan y en la fuerza de las cosas.
Este
es el destino de Chile y ojalá que las crueles experiencias del pasado y
los sacrificios del presente, induzcan a la adopción de las reformas
que hagan fructuosa la organización del nuevo Gobierno, seria y estable
la constitución de los partidos políticos, libre e independiente la vida
y el funcionamiento de los poderes públicos y sosegada y activa la
elaboración común del progreso de la República.
No
hay que desesperar de la causa que hemos sostenido ni del porvenir. Si
nuestra bandera, encarnación del Gobierno del pueblo verdaderamente
republicano, ha caído plegada y ensangrentada en los campos de batalla,
será levantada de nuevo en tiempo no lejano, y con defensores numerosos y
más afortunados que nosotros, flameará un día para honra de las
instituciones chilenas para dicha de mi patria, a la cual he amado sobre
todas las cosas de la vida.
Cuando Uds., y los amigos me recuerden, crean que mi espíritu, con todos sus más delicados afectos, estará en medio de Uds.
J. M. Balmaceda
Con
esta trágica guerra, entonces, concluida casi exactas cuatro décadas
después de la rebelión de 1851, terminaba un importante período de la
historia política de la República de Chile, para darle inicio a otro muy
diferente, que se prolongaría por 34 años más, correspondiente a la
República Parlamentaria.
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