Este
hermoso relato está tomado, con su título original, del magnífico libro
“Chilenos en la Antártica”, del periodista y escritor Oscar Vila Labra
(Editorial Nascimiento, Seguda Edición, 1947 – Santiago de Chile,
páginas 31 a 38), quien estuviera a bordo de la nave “Angamos” durante
la primera misión oficial de Chile en la Antártica.
Coordenadas: 54°55'39.4"S 68°41'21.9"W
Después de navegar algunas horas por el Estrecho de Magallanes, el Paso Ancho nos indica que por él iniciamos el cruce de la Tierra del Fuego. Es la tierra de los onas y de los yaganes. Razas aborígenes, ya extinguidas, que en otro tiempo fuera, a voluntad, dueñas de esas regiones, que de primitivas, de lo salvajemente natural, han pasado a constituir frentes de riqueza forestal y ganadera para el país.
La noche agoniza en su lecho negro. Y cuando el día nuevo iza sus velámenes,
profundamente azules en la madrugada, cerros verdes y cerros rojos
acechan la salida del sol, que a veces asoma su pálida faz por sobre sus
cumbres, acariciadas del cielo. Escoltan nuestra nave, a proa y a popa,
bandadas de albatroces que juegan con las olas del mar, con esa voluptuosidad con que la mano del hombre lo hace al acariciar el seno de una mujer.
El “Angamos”
avanza lento, sigiloso. En esa primera etapa de navegación por los
canales de la Tierra del Fuego, no hay faros ni boyas, y el tránsito de
los barcos es ya, por lo tanto, un acontecimiento para esas tierras
vírgenes. La Navegación Internacional muere y nace en Punta Arenas.
Hasta allí llegan banderas inglesas y norteamericanas, argentinas,
chilenas y del Brasil. Pocas son las que flamean bajo los cielos que
imperan más al sur, y cuando lo hacen, poseen esa altivez del que se
sabe en los umbrales de la aventura.
Y
aun cuando el dominio de la Antártica nos hace presumir que en el
futuro habrá palpitaciones humanas en esas regiones polares, a Tierra
del Fuego se la ha considerado hasta hoy como el paraje más austral del
mundo. Es, por lo menos, el confín de América, y su configuración es el
retrato fiel de este Continente de selvas y de anchurosos ríos, de
nevadas cordilleras y de mares tempestuosos. La cordillera de los Andes,
antes de sumergirse en las aguas del Mar de Drake,
para reaparecer más tarde en la Antártica, es una baraja de cerros que
se reparte en el tapete de los bosques y selvas. Allí donde el cerro se
aparta, hay mar, hay mar. Allí donde el cerro se eleva, hay nieve. Allí
donde el cerro ha sido dominado por la mano del hombre, hay árboles
cercenados, huellas de ceniza, sembradíos y ganado lanar.
Sin
embargo, es curioso observar qué demostraciones de vida hay más en la
parte sur de la Tierra del Fuego que en las inmediaciones del Estrecho.
Cuando se llega al Canal de Beagle,
cuyas aguas, en sus márgenes finales, besan tierra de dos países
–Argentina y Chile- a ambos lados se divisan los cultivos, tan
ordenadamente dispuestos como los del centro de nuestro país. Se ve
amarillear el paso seco, después de la siega, el cuadro simétrico de las
empalizadas, la curva de los bosques bordeando las laderas de los
cerros, y muy a lo lejos, puntos blancos –los corderos y las ovejas- que
se bañan en los aires glaciares de la montaña.
Y
más allá, no mucho más allá, nos salen al encuentro los ventisqueros.
El ventisquero Francia. El ventisquero Italia. Al fondo, los cerros son
verdes, rojos y azules. Verdes por su vegetación. Rojos ante su
desnudez. Y los hay también cuyas rocas son de color azul. El
ventisquero es una cinta de nieve, trazada desde la cumbre hasta el mar,
y que se extiende en la encrucijada de la montaña. Parece un río de
leche, de cauces detenidos, como los de un remanso, que quiere
eternizarse, conservar su vida de apacible montañés, negándose a morir,
como mueren todos los ríos, en su maridaje con el mar.
En
el sur de Chile. Azules son los mares estelares y los cielos que se
bañan en las aguas del mar. Vetas de azul oscuro resaltan sobre el
blanco brillante de los ventisqueros, y cuando la tarde agoniza sobre la
cumbre de la montaña, un sol de rojo vivo cumbre de color y sombra el
cuerpo parduzco de las nubes pasajeras.
Más tarde es Ushuaia
–puerto argentino- el que llama nuestra atención. Lo divisamos a la
distancia, y a través de sus calles y de sus casas, logramos ver
contornos de pequeña gran ciudad. La leyenda –siempre en estas tierras
habrá que suplir a la historia por la leyenda- compara a Ushuaia con Cayena,
por los relatos terroríficos que se hace de ambos penales. Sin embargo,
cuando la retina capta la belleza de sus alrededores, tanto en la
ribera argentina como en la chilena, se nos ocurre que si no fuera por
la carencia de libertad, bien podríamos sentir envidia de los confinados
en ese puerto.

Y es precisamente en las inmediaciones de Ushuaia en donde encontramos un mar sembrado de barcos muertos. Antes, al norte del Estrecho de Magallanes, habíamos visto restos de embarcaciones que otrora desafiaran la fura de los mares. El “Rapel” de Angostura Guía. El “Moraleda” en Far Way. El “Ponta Verde” en Straigler.
Muchos yacen en el fondo del mar y de ellos no queda sino el recuerdo,
convertido en susurros en los labios del marinero. De algunos se
conserva en las márgenes un montón de hierros enmohecidos. Otros han
dado origen a la construcción de un faro o a la simple fijación de una
baliza. Pero todos, sin excepción, tienen un
lugar escogido en la leyenda, y cuando los hombres de mar surcan las
aguas de esos canales, las palabras saben a lejanía de tiempo, tienen
esa entonación de arrullo que bordea en los labios cuando se habla de
los hijos muertos.
Aquí, en las cercanías de Ushuaia,
embarcaciones sin nombre enrojecen bajo el sol, tendidas perezosamente
en la costa. Y en el centro, al lado de una roca en donde hoy se eleva
la silueta espigada de un faro, yace el “Monte Cervantes”.
Fue un transatlántico alemán. Tenía la placidez de un barco de
vacaciones. Ampuloso, como un árbol centenario, de anchas cubiertas y de
cámaras espaciosas, llevaba 300 turistas a bordo. Navegaba
despreocupado, de la misma manera como deambulan los ricos por las
calles de una ciudad. Pero el mar no hace no hace distinciones de
clases, y cuando ruge y se encrespa, lo mismo lo hace para el capitán
que para el marinero, y sólo respeta, en lucha abierta, al viejo lobo de
mar, al domador de mares, que de igual manera atisba sus bonanzas como
sus tempestades. Al “Monte Cervantes”,
embarcación gigante, lo derribó una roca cualquiera. Bastó una pequeña
tormenta, falta de visibilidad y una roca para encallar. Allí quedó
montada algunas horas, y luego, como avergonzada de su pequeñez, de su
debilidad frente a la fortaleza del mar, se tumbó hacia abajo, hundiendo
su pintarrajeada faz en las aguas del Canal.
El
casco de la nave, sobresaliendo sobre las aguas del mar, ha quedado
como un mausoleo en el Cementerio de los barcos. Y, sin embargo, en el
lomo del “Monte Cervantes” no hay cruz. Hay una casa que el farero
construyó para sus horas de solaz. Sobre el barco muerto hay vida de
mar, corazones que palpitan y rostros de atormentada placidez, y cuando
la noche cae sobre ese original patio de acero, a través de las ventanucas brilla una luz mortecina, amasada de soledad.
Es
una etapa más de nuestra navegación. Se inició en Punta Arenas el 5 de
febrero, a las 11.50 de la noche, y luego, cada Paso, cada Canal, ha ido
jalonando su itinerario. El Canal Magdalena. El Puerto Morris. El Canal Cockburn. El Paso Brecknoch. El Canal Balleneros. El Puerto Engaño. El Canal O’Brien. El Canal de Beagle y el Canal Gorce. Walaia y el Paso Nassau.
Y cuando las montañas se alejan, como dos brazos abiertos, un nombre
surge en nuestra ya desarrollada sensibilidad marinera: el Cabo de
Hornos.
Pasamos a gran distancia. Esa isla descubierta por Jacobo Lemaire y Guillermo Cornelio Schouten,
el 29 de enero de 1616, nos llena de evocaciones. En sus tres siglos de
existencia como ruta marítima, la leyenda la hace aparecer como el
fantasma de los mares, como el terror de los navegantes. Si hemos de
creer a lo que cuenta los marineros, la isla es una especie de dínamo generador de tormentas y de huracanes, que se alimenta de vientos y de tempestades. En 1826 se perdió la Fragata chilena “O’Higgins”, sucumbiendo sus 500 tripulantes, y en 1936, poco más de un siglo después, el buque escuela alemán “Admiral Kalpfanger” naufragó en sus costas, arrastrando consigo 400 vidas de lobos de mar.
El
Cabo de Hornos se traga barcos y hombres, aseguran los marineros. Al
nombrarlo, el hielo de sus costas se anida en el alma, mientras una
bandada de pájaros agoreros se adentran en las pupilas, lanzadas
–quietas y ensombrecidas- a la distancia. Sin embargo, nuestra visita a
la conjunción de los dos océanos –el Pacífico y el Atlántico- nuestra
presencia frente al Cabo de Hornos, encontró un mar tranquilo,
susurrador, como si él, de la misma manera que nosotros, también se
hubiera adormecido con las fantasías de la leyenda.
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