Manuel Rengifo y Cárdenas (1793-1845)
Biografía tomada del texto
"Crónicas Portalianas", de Enrique Bunster (Editorial del Pacífico,
Santiago - 1977), donde también se menciona a la pasada algo sobre su
Café Rengifo-Melgarejo, al que se alude en algunos textos de otros
autores como los de
Oreste Plath.
Nuestro más famoso Ministro de Hacienda contaba treinta y siete años cuando
Portales le confió la tarea de sacar la economía nacional de la ruina y
el caos. Aunque distinto en temperamento y carácter, don Manuel Rengifo y
Cárdenas se asemeja a Portales por su condición de comerciante
desafortunado, por su tardía improvisación como estadista y por la
eficiencia prodigiosa con que se expidió. Como su genial colega, sacrificó
tranquilidad y negocios para consagrarse al servicio público; y realizado el
milagro de convertir la bancarrota en bonanza, pudo declarar al final como
un patricio de la antigüedad: "A mis hijos no les dejo más que mi nombre".
Es
casi ignorada su emocionante biografía, novela real de viriles andanzas, de
aventuras sin fin y de vicisitudes sobrellevadas con entereza inmutable. Hijo de
un médico prematuramente fallecido, tuvo que abandonar las aulas primarias para
ayudar a sostener a la madre y los cuatro hermanos menores. Fueron precoces su
vocación matemática, su letra de calígrafo y su pasión por la lectura. De niño
no jugaba; leía sin cesar, y este hábito absorbente convirtióle con el tiempo en
un retraído autodidacto capaz de llegar a contarse entre los hombres cultos de
su medio. A los quince años se empleó como oficinista en el almacén del vasco
Arrué, ganando dieciséis pesos mensuales. Llevaba dos libros, redactaba la
correspondencia y manejaba la llave de la caja de fondos. Llegó el patrón a
confiar en él hasta el punto de autorizarle para imitar su firma en casos de
enfermedad o ausencia.
No enturbió su armonía la alborotada de septiembre de 1810, con ser Rengifo
patriota y Arrué ardoroso realista. El empleadito de diecisiete años ingresó
en 1813 al batallón de Voluntarios de la Patria, y poco después sirvió en
las guardias cívicas de vigilancia nocturna. Desde que el vascongado tuvo
que eludir la persecución de las autoridades, ya en plena guerra
separatista, Rengifo se hizo cargo del almacén, velando por los intereses de
su enemigo político... Pero esto sólo duró hasta la tarde del 2 de octubre
del año 14, cuando llegó a Santiago la noticia del desastre de Rancagua. En
esas horas tremendas se encerró en la trastienda para practicar el balance
del mes, despedirse de Arrué por escrito y entregar la llave del local a
quien correspondía. Demasiado teñido de insurgente, no podía quedarse;
desprovisto de recursos, no podía emigrar con su familia. Abrazó a los
hermanos y entregó a la madre una parte de los haberes de su alcancía; luego
cargó un par de mulas y partió para Mendoza con el porvenir trocado en noche
lúgubre. En compañía de su amigo Juan Melgarejo pasó los Andes siguiendo la
columna interminable de tropas y soldados dispersos, de recuas con equipaje
y coches que huían envueltos en polvo y lamentaciones.
Ajenos a la rivalidad entre o'higginistas y carrerinos, los dos camaradas
siguieron a Buenos Aires, y desde allí, asociados, probaron suerte en la
compraventa de cueros vacunos. La operación consistió en adquirirlos en
Córdoba, yendo de estancia en estancia en una carretera recolectora, que
manejaban ellos mismos, para en seguida salarlos, conducirlos al Plata y
ofrecerlos a los exportadores. El negocio produjo una ganancia que duplicó
el exiguo capital, y este éxito les indujo a arriesgarse en la especulación
de doblada envergadura. Cargaron la carreta con mercancía surtida, y picana
en mano salió Rengifo solo (aún no tenía veintiún años) hacia el Alto Perú,
cuyo comercio con Buenos Aires estaba interrumpido por causa de la guerra de
emancipación. Era un viaje de seiscientas leguas, y el heroico muchacho
atravesó siete provincias soportando barquinazos, calores tórridos y lluvias
torrenciales bajo el toldo de esa tortuga rodante. Al entrar en territorio
altoperuano se encontró siguiendo la ruta del general Rondeau, que iba en
busca del enemigo realista. Descansaba en una posta cuando supo que los
siete patriotas acababan de ser derrotados en Sipe-Sipe y venían huyendo a
la desbanda y saqueando pueblos en el camino. Alcanzó a vender el
cargamento, incluidos la carreta y los bueyes, y emprendió la escapada
revuelto con los primeros fugitivos de la deshecha expedición. Durante meses
caminó subiendo y bajando montañas, extraviándose en selvas espesas,
durmiendo a la intemperie, atravesando ríos desbordados y dando enormes
rodeos hasta llegar a Tucumán, donde su socio tardó en reconocerle por la
traza de vago andrajoso que llevaba.
No bien el Ejército Unido reliberó a Chile en Chacabuco, el joven
comerciante retornó a la patria conduciendo una tropilla de mulas cargadas
con mercadería europea. Entre otras cosas traía los primeros ejemplares del
libro de Lacunza que conocerían los chilenos. Desempacando esa joya
literaria, y telas de Francia, botones de nácar, medias, perfumes, jabones y
latas de té, abrió tienda en los portales de la Plaza de Armas. Las duras
correrías habían hecho de él un mozo fuerte y decidido. Su biógrafo, Ramón
Rengifo, cuenta que una noche, en cierta fonda de los alrededores de la
plaza, intervino en defensa de un amigo atacado a puñaladas por un sirviente
del establecimiento; le hizo frente esgrimiendo el estoque de su bastón, y
al cabo de largos minutos de fintas y cuchilladas al aire puso en fuga al
agresor con una estocada que le hirió en el brazo con que manejaba el puñal.
Fue después de la batalla decisiva de Maipú que instaló el famoso Café de la
Unión, asociado otra vez con Melgarejo, ocupando una case de la calle
Catedral esquina de Morandé. Dice Zapiola en sus Recuerdos de trenta años
que era un salón provisto de espaciosos ventanales; llegó a ser el centro de
reunión de la gente visible y en él daban sus clases de baile don Manuel
Robles, el autor de la vieja Canción Nacional. Con todo, fue un mal negocio,
explotado a pérdida desde el día de su apertura, y sus dueños optaron por
liquidar adelantándose a la quiebra inminente.
De la aflictiva situación en que quedara Rengifo vino a librarlo su amigo
Ignacio Urízar, que lo asoció a su empresa de exportaciones al Perú.
Embarcado en la fragata Peruana, el antiguo carretero de las pampas
salió con rumbo a Valdivia, convertido en fletero del mar, para recoger el
trigo y las maderas que llevarían al Callao... Todo marchó bien hasta el
momento en que, estando el buque cargado y listo para levar anclas, fue
requisado por orden del coronel Beauchef, que de su cuenta y riesgo
preparaba una incursión militar contra Chiloé. Viendo que empezaban a vaciar
la bodega para ocuparla con tropa y pertrechos, recurrió el afectado a
cuanta gestión cabía, desde la súplica hasta la amenaza, para impedirlo.
Obtuvo al fin la devolución, y los propios soldados de Beauchef ayudaron a
estribar; pero a las pocas horas de haber salido al mar, la fragata fue
asaltada por un espantable temporal del norte. Inundada y con la bomba de
achique obstruida, la tripulación perpleja y los pasajeros aterrados,
parecía el naufragio inevitable cuando el futuro Ministro intervino con una
inspiración que pudo haber sido inútil de habérsele ocurrido una hora
después. Hizo encerrar en sus camarotes a mujeres y niños y puso a los
hombres, de capitán abajo, a la tarea de abrir un hueco a través de la
carga, hasta llegar a la sentina para destapar el tubo de la bomba.
Operación ejecutada en tinieblas y soportando los revolcones del barco a
merced del oleaje montañoso. Todo el trigo sacado a cubierta se empapó de
agua salada e igual daño causaba la que entraba por la escotilla, en tanto
que las tablas y tejuelas eran arrebatadas por el viento. Cuando el
mecanismo comenzó a funcionar, la mitad del cereal estaba echado a perder
hubo que arrojarlo por la borda. Así se salvó la Peruana y pudo
arribar al Callao, donde el excelente precio del trigo permitió a los
exportadores cubrir la pérdida y hacer utilidad.
Cripta de don Manuel Rengifo, en el Cementerio General.

Don Manuel Rengifo en el antiguo billete de 100 escudos.
Lejos de quedar escarmentado, decidió Rengifo abrazar de lleno la carrera de
armados, para lo cual se independizó de Urízar y compró en el Perú el
pequeño bergantín José, que destinó a la navegación entre el Callao y
Valparaíso.
Lo mismo que Portales, había sido cogido por el embrujo de los negocios
marítimos, que en esos días era un puro y constante azar. Con esta salvedad:
que mientras la goleta Independencia dio a su dueño por lo menos para
vivir, el José fue el quebradero de cabeza y el causante de la ruina
del suyo. De regreso del viaje inaugural a Valparaíso dio fondo en el puerto
peruano a los últimos de enero de 1824. No había echado sus sacos y bultos
al muelle cuando se sublevó la guarnición de los fuertes, y como
consecuencia de estos pasaron a poder de los realistas. Este vuelvo
inesperado sorprendió al bergantín dentro del campo de tiro de los cañones,
y para colmo, inmovilizado, pues tenía el timón y las velas en reparaciones.
Cuando las baterías rompieron a disparar contra las naves de bandera
patriota, afloró en Rengifo el hombre de las decisiones intrépidas. Con
ayuda de cuatro marineros tomó el barquichuelo a remolque y en medio de la
lluvia de proyectiles lo arrastró a fuerza de remos hasta el único refugio:
el fondeadero de la estación naval británica. Pero a poco, fatalidad
inexplicable, el José fue apresado por orden del almirante Guise,
comandante en jefe de la escuadra patriota del Perú. nunca iba a saberse el
porqué de este despojo gratuito, perpetrado bajo el pabellón de una nación
amiga y por decisión de un ex oficial de la Marina de Chile. Y el colmo de
su tropelía fue que obligó al naviero a irse a tierra, donde de inmediato
cayó en manos de los españoles. Logró quedar libre, pero ninguna de sus
gestiones, incluso ante Bolívar, pudo impedir que su buque permaneciera en
poder de la armada peruana. De resultas de su demanda de amparo al gobierno
de Santiago se fijó fecha para que un tribunal de presas (controlado por
Guise) diera su fallo. Y como éste le fue adverso y era sin apelación, se le
escapó de entre las manos el único bien que poseía.
Intentando rehacerse trabajó a sueldo de unos industriales mineros en Jauja
y Huancavélica; y empezaba a divisar una suerte mejor cuando un decreto del
gobierno obligó "a los extranjeros" a abandonar el país en plazo perentorio.
No tuvo tiempo sino de hacer su maleta y emprender el regreso en calidad de
indigente.
Cuando estuvo en el Perú hacía ya tiempo que Portales, frustrado también,
había retornado al terruño. Eran los dos de igual edad, y su primer contacto
histórico se produce en 1827, a raíz del golpe del coronel Campino que dio
con Portales y su grupo en la cárcel. Siendo también de la amistad de
Campino, Rengifo obtuvo permiso para visitar a estos presos incomunicados y
entregarles sus socorros caritativos. Y cosa propia de su carácter: cuando
la contrarrevolución derribó a los golpistas, intercedió ante Portales para
que no fuesen demasiado rigurosos con el encarcelado coronel...
Los nombres de Portales y Rengifo vuelven a relacionarse con motivo de la
liquidación del Estanco, el ruinoso monopolio de tabacos, naipes y licores
concedido a Portales Cea & Cía. a cambio del servicio del empréstito
inglés. La firma de Manuel Rengifo está entre las de los cuatro ciudadanos
escogidos para examinar sus cuentas y determinar su responsabilidad ante la
ley. Quedó aprobada sin sombra de duda la limpieza de las operaciones, y el
laudo del jurado liberó a Portales y sus socios con todo el cargo al
dictaminar que sólo eran "agentes del Gobierno" y que "a éste
correspondían las utilidades o pérdidas". Su intervención irreprochable
atrajo sobre Rengifo los dardos de la prensa pipiola, que le acusó de
parcial y deshonesto y le timbró de pelucón y estanquero, banderías
políticas a las que era ajeno. Pudiendo haberse defendido (era articulista
del diario La Aurora), guardó el silencio olímpico del hombre
colocado por encima de la sospecha.
Quien mejor conocía su desinterés era el viejo Arrué, que en su lecho de
moribundo recordó al niño dependiente de su almacén y quiso legarle la casa
en que vivía, ofrecimiento que él rehusó en favor de los deudos. Esto,
cuando su pobreza era tal que al casarse (con Dolores Vial, la novia que su
madre le señalara al morir), tuvo que ir a trabajar al fundo de su suegro...
Pero es a esta culminante estrechez a la que hay que agradecer la repentina
mudanza de su destino. Porque habiendo desembocado las turbulencias
políticas en la acción militar de Ochagavía, cerca de conde él se
encontraban fue invitado a interponer sus dotes conciliadoras y luego a
redactar las bases del armisticio. De ahí a la notoriedad y a los honores
sólo había un paso, y así fue que al instaurarse el régimen portaliano le
ofrecieron la temible cartera de Hacienda, de la que se hizo cargo el 1º de
julio de 1830.
Jamás se había visto, ni se ha vuelto a ver aún, el estado de agonía de las
finanzas de la nación con que se encontró al sentarse en su despacho. Todos
los empleados públicos y todos los militares se hallaban impagos, las
escuelas y los hospitales estaban por cerrar, el bajo clero mendigaba en la
calle, la Aduana era una ruina y la muchedumbre de contratistas, de cesantes
y viudas pensionadas invadía diariamente los pasillos y la sala de espera
del Ministerio de Hacienda.
Como Portales, Rengifo puso manos a la obra sin discursos, programas ni
declaraciones, limitándose a operar como su padre el cirujano. Sus
primeras medidas fueron reducir la planta del Ejército y eliminar a los
funcionarios superfluos e incompetentes. Uno de éstos era pariente suyo y no
pudieron salvar ni las súplicas de la madre y la esposa. En seguida suprimió
los taquígrafos del Congreso, y por otro decreto ordenó que hasta la más
ínfima orden de pago debía llevar su firma, poniendo fin de este modo a los
fraudes y los derroches.
En las oficinas del Estado nadie se atrevía ahora a llegar con un minuto de
atraso, a hacer tertulia ni a cometer un error...; pero afuera -y aun
adentro- empezaba a levantarse el sol de la esperanza. Estaba claro que este
estadista improvisado era capaz de manejar la picana, la alcancía y la bomba
de achique de la economía del país. Por eso escribiría Portales: "...el
Gobierno tiene en su seno un hombre con quien consultar en todos los
negocios en que desee saber mi opinión, porque casi siempre hemos andado
acordes".
Pero aquella seguidilla de resoluciones elementales y drásticas, de efecto
inmediato, en nada comparada con el recurso que ideó para atacar el más
insostenible de los problemas: el adeudamiento de las obligaciones y de los
sueldos de civiles y militares. Reducido a fórmula, era esto: "Se pagará
a los acreedores con su propio dinero..." Hoy se hace difícil concebir
que tal procedimiento haya sido aplicado sin oposición y en medio de la
confianza general, producida por no se sabe qué misteriosa sugestión. (No en
balde dijo Encina que en el régimen portaliano hubo algo inexplicable.) El
modus operandi de esta maniobra portentosa consistió en que cada
acreedor tenía que entregar al Estado, en metálico y al contado, el doble de
lo que éste le debía, recibiendo a cambio de tal suma el equivalente en
liberamientos contra pagarés de la Aduana (R. Rengifo: Memoria biográfica).
Tentativa loca o golpe de genio, dio resultado; y de ahí en adelante nunca
volvió a interrumpirse el pago puntual de las remuneraciones y compromisos
fiscales.
Cosa jamás vista: el Ministerio publicaba semanalmente el balance de la
Tesorería. En su afán de aligerar las cargas estatales devolvió a las
congregaciones religiosas las propiedades que le expropiara Freire y que
sólo arrojaron pérdidas al Estado metido a empresario; pero se las restituyó
bajo contrato de que en cada convento, parroquia o fundo deberían abrir una
escuela primaria; con lo cual extendiéndose la educación del pueblo sin
desembolso del Fisco. La reducción de los gastos administrativos daban
cifras como la registrada en Valdivia, donde el primer año se habían
economizado cincuenta y tantos mil pesos. Se perseguía el contrabando como
un crimen de lesa patria, y para mejorar la eficiencia de la burocracia
introdújose en el Instituto Nacional la enseñanza del método contable de
partida doble. Con su letra de calígrafo escribió el Ministerio en 1832:
"A la sabiduría del Congreso no pueden ocultarse las ventajas de una ley
protectora de la libertad de comercio marítimo... que concediendo
franquicias y seguridades a todas las naciones... fije en nuestro principal
puerto el mercado del Pacífico..." Era su proyecto más ambicioso: el que
convertiría a Valparaíso en un emporio internacional de primera importancia;
y no bien estuvo la ley promulgada fue en persona a instalar los Almacenes
de Depósito y a poner en vigencia su minucioso reglamento.
Con todo la máxima gloria de su gestión ministerial es la presentación del
primer Presupuesto equilibrado que vieran los chilenos desde 1810. Se había
reiniciado el servicio del empréstito inglés y reducido la deuda flotante en
más de un millón de pesos, mientras que en Tesorería quedó un superávit de
doscientos mil. Meta alcanzada en sólo cuatro años y cuya realidad se
reflejó en el valor de los billetes de la Deuda Interior, que remontó desde
el 24 al 68%. Y lo que deja perplejo al estudioso es que esto se lograra
sin recurrir a nuevos impuestos. Incluso fue abolido el derecho de
alcabala, que gravaba los productos agrícolas y daba pie a los abusos de los
recaudadores a comisión; una medida que produjo el abaratamiento de la vida
y fue celebrada con júbilo popular en la plaza de abastos de Santiago el 1º
de enero de 1832. De igual modo fueron rebajadas las patentes de bodegones,
cigarrerías y negocios minoristas (ley de 30 de agosto de 1833). Este
estímulo al comercio se extendió a las industrias con el otorgamiento de
exenciones y privilegios que vigorizaron la minería, la pesca y la marina
mercante. Operando estos factores en consonancia con el auge de los
Almacenes de Depósito, determinaron que el movimiento marítimo de Valparaíso
aumentara casi al doble en tres años. En sus líneas generales la estrategia
del Ministro dirigíase a adaptar la economía a las condiciones de la era
republicana, fomentando el intercambio preferencial con las naciones
vecinas, el más lejano antecedente del moderno proceso de integración
económica regional.
Al alejarse de su cargo, en 1835, este virtuosos de las finanzas dejaba
consumada una obra que normalmente habría requerido el espacio de dos o tres
períodos presidenciales. Figura demasiado grande para el pobre medio en que
actuara, en muchos de sus contemporáneos despertó envidia en lugar de
admiración, y hasta hubo enanos que le atacaron cuando ya estaba ausente de
la escena política, buscando en el campo la restauración de su perdido
bienestar. No respondió ni permitió que sus amigos lo hiciesen por él,
sabiendo que era la posteridad la que debía juzgarle.
Y... "a mis hijos les dejo mi nombre".
Comentarios
Publicar un comentario